ETA (militar) -la que restaba de sucesivas escisiones- fue fatalmente vencida en el terreno militar, y no por el ejército, sino por la policía y los jueces. Pero no ha sido vencida en el terreno político y menos en el ideológico y sentimental, pues, aun obligados a aceptar las reglas del juego, en sus herederos persiste el proyecto estratégico, sin haber renunciado al pasado violento que ha permitido alcanzar objetivos políticos importantes.
Aunque,
por desmesurado, no ha podido hacer realidad su ideal más ambicioso -un País
Vasco unificado, independiente y euskaldún-, ETA ha asegurado la pervivencia de
la ideología nacionalista para mucho tiempo, ha ejercido un control férreo
sobre la sociedad vasca, moldeándola, deformándola en gran medida según su fanático criterio, y ha convertido sus acciones en un grave problema para la vida política
española, cuyos efectos han de perdurar.
Hace
diez años que cesaron los atentados, las extorsiones y amenazas, los secuestros,
el amedrentamiento, la politización partidista de fiestas populares o el vacío público
y notorio hacia personas señaladas como culpables por el implacable dedo de ETA
-algo habrán hecho-, pero persisten ideas y actitudes del funesto influjo
del nacionalismo excluyente, como la supuesta supremacía física, moral e
intelectual de la raza vasca, la defensa del arcaísmo más rancio, el sectarismo
político, el odio a lo foráneo, más si es español -un pueblo vil, según Arana-,
y una violencia soterrada, a veces manifiesta en insultos o agresiones.
Y persiste
la intención de construir un país que no se puede compartir con nadie, salvo
con aliados incondicionales; el resto, sin medias tintas, son enemigos de
diversa índole: enemigos de Euskal Herria, enemigos de la lengua vasca,
enemigos de la cultura vasca, enemigos del pueblo vasco…
A lo
largo de medio siglo de propaganda y terror, ETA ha intentado imponer un
pensamiento único, una espiral que silencia las voces disidentes y aconseja la
adhesión sin fisuras al proyecto abertzale o, en su defecto, la autocensura, y ha
logrado convencer a parte de la ciudadanía vasca, a la joven en particular, de
estar rodeada por enemigos “españoles” o “españolistas” emboscados y, desde
fuera, acechados por España, un enemigo pertinaz e implacable, cuyo objetivo es
acabar con los vascos y arrebatarles su riqueza. De ahí brota la idea de vivir cercados
y en estado de alerta permanente, como en un fortín bajo la amenaza de un país expoliador,
poblado por gente de baja calidad racial y moral, y la necesidad, como defensa,
de aceptar el asfixiante discurso cerrado, circular y maniqueo, que divide la
sociedad vasca en amigos y pertinaces enemigos.
En ese
catecismo han sido educadas, al menos, dos generaciones de jóvenes que han entrado
en la vida política como miembros activos de un movimiento de insubordinación
civil, dirigido por ETA con disciplina militar a través de Herri Batasuna y otras
organizaciones vicarias, destinado a complementar, como brazo social de la
banda, la acción de los comandos para mantener abierto y lacerante el llamado “conflicto
vasco”.
Mediante
la protesta ostentosa y la actividad destructora de bienes públicos y privados,
gavillas de mozalbetes se convirtieron en voluntariosos gestores de la
“socialización del sufrimiento”, bajo la mirada complacida de sus familiares, de
la Iglesia vasca y de los dirigentes del PNV, que recogían las nueces mientras la
chavalería de Jarrai sacudía el árbol.
El
compromiso con la independencia de Euskadi y la consecuente participación en los
colectivos especializados que forman la “izquierda abertzale”, aceptando los
métodos y objetivos señalados por ETA, han sido el bautismo político y la
escuela social en que se han forjado como ciudadanos adultos miles de jóvenes de
ambos sexos desde los años ochenta, experiencia que ha dejado en sus vidas una
impronta difícil de borrar a corto plazo.
Un
efecto de lo anterior ha sido establecer una forma de protesta social violenta
pero no armada, basada en las enseñanzas de la lucha callejera -kale borroka-,
tomada como modelo por otras juveniles movilizaciones de protesta y, en fecha
reciente, por grupos radicales del independentismo catalán durante el “procés”.
Otro de los objetivos conseguidos, que desmiente el supuesto socialismo de su programa, ha consistido en debilitar la capacidad de acción e interlocución de los trabajadores al acentuar la división del movimiento obrero en dos ramas -nacionalista y “españolista”-, repartidas en dos corrientes, dividida cada una en dos sindicatos: ELA-STV (Solidaridad de Trabajadores Vascos), dirigido por el PNV, y LAB (Comisiones de Obreros Patriotas), dirigido por la “izquierda abertzale”, por parte de los sindicatos nacionalistas. Y CC.OO., históricamente vinculada al PCE y a Izquierda Unida, y UGT, vinculada al PSOE, por parte de los sindicatos no nacionalistas o españolistas.
Esta
división política y organizativa de la fuerza de trabajo supone un regalo para
el PNV, el partido de la burguesía euskalduna, católica y tradicional, y para la
patronal vasca, y de paso para la “española”, al debilitar la fuerza de sus
oponentes de clase a escala regional y nacional.
En el
aspecto político, ETA ha obtenido otras victorias directas o indirectas sobre
sus adversarios y competidores.
En
primer lugar y como reacción, ha mantenido activo el nacionalismo español y ha resucitado
el rancio patriotismo de matriz franquista de la derecha más extrema, lo cual
contribuye a afianzar el nacionalismo vasco -y los otros- como defensa
necesaria ante el retorno de un pasado impresentable.
Respecto
a sus competidores por el lado nominalmente socialista, la presión de ETA ha sido
uno de los factores determinantes que han llevado al PSOE a admitir la
plurinacionalidad del Estado español bajo la artificiosa formulación de España
como “una nación de naciones”. Lo que le coloca en el terreno donde mejor se
desenvuelve su adversario y, en este y otros momentos, aliado.
La
estrategia etarra ha facilitado la autodestrucción de la vieja izquierda comunista
-el PCE-EPK- y de los partidos marxistas ubicados a su izquierda, pues, al asumir
la demanda fundamental del nacionalismo -el derecho de autodeterminación- legitimaron
la supremacía de sus promotores. Por lo cual, al renunciar a disputar a ETA la
hegemonía sobre la movilización popular, aceptaron un papel subordinado y fueron
progresivamente engullidos por el movimiento abertzale o condenados a la
irrelevancia.
La
nueva izquierda postmoderna, aparecida en un ambiente político donde la lucha
de clases ha sido reemplazada por la afirmación de identidades, ha asumido esa
dependencia ideológica desde su origen, y allí donde existe presión
nacionalista, se adapta dócilmente a su programa bajo la fórmula de proponer “confluencias”,
que es el eufemismo de aceptar renuncias, entre las cuales está la muy
principal de promover un proyecto de izquierda para todo el país, aunque choque
con las pretensiones de los nacionalistas.
En
lugar de eso, propone reformar la actual configuración territorial del Estado y
adoptar una estructura de tipo confederal, que facilite la posible adhesión de varias
hipotéticas repúblicas, como alternativa a la monarquía y al Estado autonómico.
Así,
acabar con la monarquía supone acabar con el país, lo cual es el mejor regalo
que se puede hacer a los partidos de la derecha, que aparecen como
desinteresados patriotas que garantizan la continuidad de España y la Corona.
Cierto
es que, hace diez años, se rindieron los impostados “gudaris”, pero
sigue vivo lo que ETA representaba y permanecen los problemas a que respondía.
Y siguen activos los políticos nacionalistas -abertzales y otros- convencidos
de la bondad y la conveniencia de sus ideas. Lo cual requiere otro tipo de
lucha más complejo, que, sin concesiones, dirija su ataque a las raíces del
nacionalismo y desvele su esencia reaccionaria y, además, tácticamente inútil
ante la actual dimensión de los problemas mundiales.
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