¿Qué
libertad exige de forma airada esa alegre muchachada que tiene Cataluña acogotada
con sus acciones?
Libertad
para hacer o decir, ¿qué? O mejor dicho, para hacer ¿qué más de lo que ya dicen
y hacen? Porque, además, de manifestaciones pacíficas, concentraciones
violentas, incendiar mobiliario urbano, quemar fotografías del Jefe del Estado y
banderas españolas, cortar carreteras, ocupar aeropuertos y estaciones, interrumpir
el tránsito ferroviario, impedir el tráfico días y días, cerrar la frontera,
clausurar las universidades y amilanar a los adversarios políticos, ¿qué más
quieren hacer?
¡Ah!
¿Que quieren que salgan ya de la cárcel unos señores que han sido juzgados con
todas las garantías y condenados por su intento de fundar, a la brava, un país
a expensas del territorio de otro? Bien, pero eso es bastante grave y no se
consiente en ningún país serio, y desde luego, en ninguno democrático.
Pero
social e incluso políticamente es menos grave que utilizar de forma desleal el
poder de las instituciones para dividir profundamente la sociedad catalana y
declarar a más de la mitad de los catalanes enemigos de la otra parte y, en
consecuencia, tratar de expulsarlos de su propio país o de convertirlos en
extranjeros dentro de él. Y por ese “grave delito” social y político, perpetrado
con alevosía y cuyos efectos durarán décadas, nadie ha juzgado a los dirigentes
del “procés”, tarea que queda pendiente para los ciudadanos de hoy o para los
historiadores del día de mañana.
Estos
jóvenes malcriados, con escasísima información y nulos conocimientos de
historia, salvo la papilla maniquea suministrada por los manuales de la historietografía
nacionalista, creen que todo es gratis, que las acciones, cualesquiera que sean,
no tienen costes, que los hechos carecen de efectos negativos para otros, que
las leyes se pueden burlar con impunidad y que los países se pueden dividir según
la voluntad de unos cuantos de forma unilateral, por un rápido procedimiento y
al margen de las leyes vigentes, sin pensar que habrá alguien lo impida. Y si
alguien impide realizar ese sueño o deseo confundido con un derecho, ese
alguien, para esos jóvenes, es un opresor.
Pero
la culpa no es toda de ellos, sino de los adultos, políticos profesionales, políticos
aficionados y agitadores de ocasión, que les han cantado la milonga de que todo
es posible, que fundar un país a expensas de otro es una labor sencilla y
divertida, que carece de consecuencias negativas para terceros y para los propios
promotores.
Al fin y al cabo, si a la
primera intentona no se consigue, no pasa nada; hay que volver a intentarlo
hasta que el deseo se cumpla, porque el peso de la historia, de la sangre y de
la tierra respalda esa demanda.
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