Los
estudiantes se han convertido en un poderoso auxiliar de la Generalitat en el
“procés”, si es que no son su principal agente de movilización, su vanguardia
operativa. Como consecuencia, la función docente catalana está profundamente alterada:
clases suspendidas, huelgas en facultades e institutos, aulas ocupadas y
facultades cerradas por los alumnos, que tienen continuidad en acampadas en
calles y plazas y en acciones destinadas a alterar la habitual actividad ciudadana
hasta que los sentenciados cabecillas del “procés” salgan de la cárcel. Largo
me lo fiais.
No
es raro que los jóvenes, ellas y ellos, por disposición, por tiempo, por ganas,
por vigor y llevados por sus ideales, aspiren a cambiar la sociedad en que les
ha tocado vivir y quieran ver realizados sus sueños de inmediato, pues la
paciencia no es una virtud juvenil.
Parece
incluso lógico que, al menos, una parte de las nuevas generaciones reaccione
contra el legado recibido de las precedentes, y que los jóvenes, como fruto de
su tiempo, rechacen, por opresivo y limitado, el mundo legado por los adultos.
Un mundo, por otra parte, percibido como sencillo, evidente y carente de
complejidad -como Cataluña, una sociedad bastante más laberíntica de lo que creen
las huestes de los CDR- y fácil de transformar a voluntad, pues basta intentar
cambiarlo con tesón para esperar que el esfuerzo aplicado obtenga el resultado
apetecido.
Así
han actuado los movimientos juveniles en otros momentos, en este y en otros
países, aunque no siempre han sido loables los motivos que han impulsado a
actuar a la juventud. Y basta con aludir al ejemplo de las juventudes
hitlerianas, una de las mayores organizaciones del nacional socialismo alemán,
que creció desde apenas 1.000 miembros en 1923 hasta contar 8 millones de
disciplinados y adoctrinados muchachos en 1940, para llevar adelante, con una colaboración
tan llena de idealismo como de ignorancia, el execrable proyecto de Adolfo
Hitler.
No
se puede afirmar que en Cataluña pueda suceder algo semejante, aunque algunos
rasgos preocupantes hay, pero se debe recalcar que no siempre las minorías
activas (o incluso las mayorías) tienen la razón de su parte y que no todas las
protestas sociales se deben a causas justas y dignas de ser apoyadas.
Es
una revolución dicen unas pancartas exhibidas en Barcelona. En apariencia puede
serlo, por los ingredientes que muestra una rebelión juvenil contra el poder
del Estado sustentada en nobles palabras -libertad, democracia, independencia-,
que recuerdan la lucha contra la dictadura franquista, llamada también fascista.
La
palabra fascista figura profusamente en el discurso de los nacionalistas para
referirse al Estado español y a todo aquel que no comulga con su manera de hacer
y de pensar. Por ello, para un observador superficial, que sólo perciba las
formas con que se expresa este movimiento, y para algunos nostálgicos que
comparen estos sucesos con otros de su juventud, la catalana puede parecer una
justa rebelión de los oprimidos; una revolución.
No
es así. No hay que confundir referencias, circunstancias, objetivos, tiempos y actores,
pues se puede ser víctima de una trampa de la memoria.
En
un texto de 1977, referido al movimiento universitario bajo el franquismo (Materiales, extra nº 1), Paco Fernández
Buey hablaba de la mala memoria del movimiento estudiantil como causa de su
discontinuidad, de sus altibajos y sus crisis cíclicas, en comparación con la
memoria, más estable, del movimiento obrero.
Atribuía
esta mala memoria a la corta estancia de los estudiantes en la universidad
-cinco o seis años-, lo que permitía que se perdieran preciosas experiencias
políticas para las siguientes levas de ingresados y explicaba la relativa
inconsistencia de las organizaciones de estudiantes. Añadía otras dos
circunstancias: la dispersión de los estudiantes fuera de la universidad, una
vez concluidos sus estudios, y la represión de la dictadura, que impedía
transmitir esas experiencias de lucha. Pero, hoy, la situación en Cataluña dista
de ser aquella.
Los
estudiantes piden libertad, se sienten oprimidos por el Estado español, dicen.
Cada cual es dueño de sentirse oprimido por lo que crea que limita sus sueños o
aspiraciones más íntimas, que pueden ser tan personalmente convenientes como colectivamente
inoportunas o difíciles de llevar a cabo, pero desde el punto de vista del
ejercicio de los derechos civiles, la opinión, la expresión, la recepción de
información, la publicación y la manifestación en lugares públicos de los
estudiantes no han sufrido merma alguna; es más, de ordinario se han excedido
en su ejercicio al sofocar de manera pertinaz los derechos de quienes no
piensan como ellos.
Piden
libertad, pero pueden manifestarse pacífica o violentamente por las calles
durante días, destrozar mobiliario urbano, cortar carreteras, colapsar
transportes públicos, ocupar el aeropuerto y estaciones de tren, sabotear
instalaciones ferroviarias, cerrar la frontera, hacer hogueras a placer -la ciutat cremada- y cortar el tráfico
sin sufrir un gran coste. Una situación impensable durante el régimen de
Franco, que era una dictadura real, difícil de imaginar para los estudiantes y
para muchos de sus profesores, mientras la cruel
dictadura de la España de hoy, en lo que respecta a tales derechos, no deja
de ser una dictadura tan imaginaria como la república en la que algunos pretenden
vivir.
Durante
el franquismo, los primeros destinatarios de las protestas estudiantiles eran
las autoridades académicas y después seguían en escala ascendente hasta llegar
a la más alta representación del Estado, el Caudillo. Ahora, en Cataluña
es al revés, la responsabilidad de la Generalitat, de la Consellería del ramo y
de las autoridades académicas en la situación de la enseñanza, se pasan por
alto y los estudiantes dirigen sus metafóricos tiros contra el gobierno central,
que hace mucho tiempo carece de competencias en esa materia, y rectores,
decanos y claustros de profesores, que no son ajenos a las elevadas tasas
académicas, a los planes de estudio, la contratación de profesores, la dotación
y conservación de bienes y material docente, etc, etc, no sólo han quedado
exculpados de sus decisiones, sino que han dado apoyo doctrinal a la protesta y
prometido un privilegio (un examen ad hoc)
que sirve de recompensa a los estudiantes en huelga.
Con
lo cual, el movimiento estudiantil pierde su carácter presuntamente rebelde y
se convierte en la funcional pieza de un movimiento gubernamental, impulsado desde
arriba hacia abajo, desde las instituciones hasta la calle; una disciplinada
correa de transmisión formada por la Presidencia de la Generalitat, el Parlament,
el Govern, las autoridades universitarias, las asociaciones y los sindicatos de
estudiantes para llevar a cabo un proyecto, que fue decidido desde hace mucho
tiempo por una reducida élite y que está muy lejos del alcance y la comprensión
de sus disciplinados ejecutantes.
En
el texto ya citado, Fernández Buey añadía que por encima de las luchas locales,
el movimiento antifranquista había puesto “siempre
en primer plano los elementos comunes y unitarios de la lucha contra la
estructura fascista del Estado, contra la organización clasista, burocrática y
centralizada de la enseñanza superior, evitando, por lo general, caer en esa
simpleza reductiva que consiste en confundir Madrid con los órganos de
administración del Estado y que tanto priva ahora en ciertos ambientes
intelectuales”·
Y
concluía su escrito con las palabras finales de un llamamiento de estudiantes
comunistas catalanes, en enero de 1965: No
deixem sols els estudiants de Madrid. Unim-nos a la lluita obrera per la
llibertat. Lluitem per a eliminar els residus d’un SEU que no representa res, i
per a suprimir tota ingerencia de les autoritats academiques. Llibertat
sindical! Madrid, sí! SEU, no!
Decididamente, lo que ahora
está sucediendo en Cataluña es otra cosa.
2/11/2019
https://elobrero.es/opinion/item/36283-correas-de-transmision.html
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