De los partidos que han sufrido mermas en apoyo
electoral y representación en el Congreso en las elecciones del 10 de
noviembre, el más afectado ha sido Ciudadanos.
El PSOE tiene 3 diputados menos, Unidas-Podemos
7 y ERC 2, cifras modestas ante los 47 escaños perdidos por Cs, que se ha
desplomado al haberse apartado del centro, cuando más falta hace un partido
bisagra que ayude a formar gobiernos. Función que, a todas luces, no cumplía. Y
como la función crea el órgano apropiado para llevarla a cabo, Cs ha sucumbido
por “selección natural” o por inutilidad política.
En su origen, Cs fue un partido con dos
componentes: una clara corriente liberal, económicamente neoliberal, y otra,
más vaga, de tendencia socialdemócrata, presididas ambas por un fuerte sentido
patriótico y nacional, como legado de su aparición en Cataluña para hacer
frente al soberanismo.
Fracasada la negociación con el PSOE y Podemos
en la primavera de 2016 para investir a Pedro Sánchez, el partido se refundó en
enero de 2017, prescindiendo del ala
socialdemocratizante y reafirmando el acento patriótico ante el acelerón de
“procés”, ante el cual, a pesar de haber sido el partido más votado en las
elecciones autonómicas de diciembre de 2017 (1.110.000 votos y 36 escaños), no
supo qué hacer.
Después, la errática dirección de Albert Rivera
vetó la colaboración con el PSOE y alejó el Partido de su inicial proyecto
reformista y regeneracionista abordado desde el centro político para llevarlo a
competir y a gobernar, en posición subsidiaria, con la derecha desgastada y
corrompida del PP y con la derecha extrema de Vox, también corrompida en
algunas de sus figuras públicas. Pero sus votantes no le han acompañado en tan
insólito viaje.
Rivera ha dimitido, como era preceptivo -eso le
honra-, pero sin hacer la menor autocrítica de su lamentable gestión, como
también debería ser preceptivo.
En vez de efectuar una imprescindible reflexión
sobre las decisiones que han llevado a su partido a un desastre electoral,
examen que quedará, suponemos, para sus sucesores, Rivera ha dicho que deja la
política para ser feliz en la vida privada. Lo cual es muy emotivo, y hasta lírico,
pero poco útil para entender un desgaste electoral tan acusado en poco tiempo.
Todo el mundo quiere ser feliz, al menos, en su vida privada, pero, por ahora,
en este país nadie acude a la actividad política para ser feliz, sino al
contrario, para recibir estocadas de aliados y adversarios.
Seguramente desorientado por el origen de Cs en
Cataluña como oposición al frente nacionalista, Rivera no entendió bien la
posición y la función del centro político en España a causa de la configuración
del sistema representativo y de los valores políticos dominantes en el
electorado, que son muy ideológicos y poco pragmáticos. Lo cual genera
estabilidad en el voto, favorecida, además, por el sistema bipartidista de
hecho, erigido en torno a dos grandes partidos a escala nacional, que
aglutinaban, hasta 2015, a los electores de izquierda y derecha en un sistema
penalizaba otras opciones.
El centro político, por tanto, no parecía
necesario, y en caso de parecerlo era difícil de fundar y mantener, ya que
pesaba en la memoria el recuerdo de Unión de Centro Democrático (UCD) y el
posterior fracaso de la “Operación Roca”.
UCD, inestable unión de pequeños partidos en
torno a la figura de Adolfo Suárez, fue hábilmente torpedeada por la pequeña Alianza
Popular, fundada por cinco ministros de Franco, porque estorbaba al proyecto de
Manuel Fraga de agrupar a la “mayoría natural” en un solo partido, que fue luego
el Partido Popular, que creció recogiendo el voto tanto de la población
católica y reformista, recibido de UCD, como el de la base social del
franquismo.
La “Operación Roca”, o Partido Reformista
Democrático, fue una iniciativa de CiU, contando con algunos pequeños partidos,
de esos en que todos sus miembros caben en un taxi, para fundar un partido
centrista y liberal que hiciera de bisagra. En realidad, fue uno de esos
movimientos pendulares de la burguesía catalana, que periódicamente la llevan
desde intentar influir directamente en la política nacional a tratar de romper
los vínculos con España. Ahora padecemos una de esas atávicas oscilaciones
hacia la ruptura.
El confuso programa y la amalgama de
personalidades que componían el PRD (Miquel Roca, Florentino Pérez, Antonio
Garrigues Walker, Dolores de Cospedal, Pilar del Castillo, Rafael Arias Salgado
y Gabriel Elorriaga), no pudieron evitar que se viera como una operación de CiU
para influir en el resto de España en las elecciones de junio de 1986. El
fracaso fue rotundo y el PRD acabó su corta existencia cuando se conoció el resultado
electoral.
Más tarde, Aznar, emprendió un ilusorio “viaje
al centro”, que fue una operación de cosmética de la “Segunda Transición”,
pronto olvidada para optar por “una derecha sin complejos”, aprovechando que
soplaba el viento de las Azores.
Lo cual no indica que, con independencia de los
giros que tácticamente hicieran hacia el centro el PSOE o el PP, no hiciera
falta un partido bisagra, pero esa necesidad se resolvió de otra manera.
En España, tierra de María, según el Papa Karol
Wojtyla, parece que nos encomendemos al diablo a la hora de erigir nuestras
estructuras representativas. Y una de estas aportaciones bajo luciferina
inspiración ha sido entregar la función de partido bisagra a partidos
nacionalistas que merecen muy poca confianza, dada su histórica deslealtad y su
progresiva reserva con este régimen.
De ahí, que tanto el PSOE como el PP, cuando no
han obtenido la mayoría necesaria para gobernar, hayan tenido que buscar el
apoyo del PNV o de CiU, o de ambos, y pagar elevadas facturas por esa
interesada colaboración, que, a la larga, siempre fortalecía a los
nacionalistas. Con ello, la estabilidad pendía de una deslealtad calculada con
astucia mercantil, el gobierno central dependía de la periferia y la unidad
territorial y la soberanía nacional estaban en manos de sus máximos objetores.
En un mundo perfecto -este no lo es-, el centro
obedece a la representación política de ciudadanos que no se ubican en ninguno
de los polos, digamos clásicos, de izquierda y derecha o que comparten aspectos
de ambos. Responde a la idea de sociedad plural, no polarizada por el esquema
maniqueo de matriz religiosa del vicio y la virtud, dividida en buenos y malos,
y en amigos y enemigos más que en adversarios.
Lejos del blanco y del negro, el centro debería
representar un discreto y poco estridente color gris. Por tanto, no debería ser
una opción oportunista, sino una opción política marcada, sobre todo, por una
posición de servicio a las otras dos opciones para facilitar el gobierno tanto
de la derecha como de la izquierda o asumir la gradual aplicación de sus
programas, eliminando sus aspectos más extremados.
Pero este no es un mundo perfecto y España no
es precisamente un país políticamente templado, sino más bien pasional y
emotivo. Somos poco dados al compromiso, con el adversario e incluso con el
aliado, que se repudia como rendición o traición desde posiciones numantinas, e
inclinados a comportarnos como montagnards
antes que como gentes del “llano” (le
marais) -del pantano, como decía Lenin-, propensas a la negociación y al
acuerdo.
Con
ganas, podremos aprender con unos cientos de años más de régimen democrático,
lo malo es que las circunstancias no ayudan, pues los efectos de la larga etapa
de descrédito de las élites, la desafección ciudadana respecto a la clase
política y los negativos efectos de la gran recesión económica, que han abierto
en la sociedad una profunda brecha en rentas y oportunidades, favorecen la
polaridad y la confrontación. Y Ciudadanos, dirigido por Rivera, ha perdido la
orientación. Navegando entre Caribdis y Escila, no ha sabido mantener el timón
en el centro y ha sido tragado por el poderoso remolino de Vox, que es ahora la
perfecta encarnación política de las turbulencias de Caribdis.
12 de
noviembre, 2019.
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