jueves, 14 de noviembre de 2019

Descentrado y desplomado

De los partidos que han sufrido mermas en apoyo electoral y representación en el Congreso en las elecciones del 10 de noviembre, el más afectado ha sido Ciudadanos.
El PSOE tiene 3 diputados menos, Unidas-Podemos 7 y ERC 2, cifras modestas ante los 47 escaños perdidos por Cs, que se ha desplomado al haberse apartado del centro, cuando más falta hace un partido bisagra que ayude a formar gobiernos. Función que, a todas luces, no cumplía. Y como la función crea el órgano apropiado para llevarla a cabo, Cs ha sucumbido por “selección natural” o por inutilidad política. 
En su origen, Cs fue un partido con dos componentes: una clara corriente liberal, económicamente neoliberal, y otra, más vaga, de tendencia socialdemócrata, presididas ambas por un fuerte sentido patriótico y nacional, como legado de su aparición en Cataluña para hacer frente al soberanismo.  
Fracasada la negociación con el PSOE y Podemos en la primavera de 2016 para investir a Pedro Sánchez, el partido se refundó en enero de 2017, prescindiendo  del ala socialdemocratizante y reafirmando el acento patriótico ante el acelerón de “procés”, ante el cual, a pesar de haber sido el partido más votado en las elecciones autonómicas de diciembre de 2017 (1.110.000 votos y 36 escaños), no supo qué hacer. 
Después, la errática dirección de Albert Rivera vetó la colaboración con el PSOE y alejó el Partido de su inicial proyecto reformista y regeneracionista abordado desde el centro político para llevarlo a competir y a gobernar, en posición subsidiaria, con la derecha desgastada y corrompida del PP y con la derecha extrema de Vox, también corrompida en algunas de sus figuras públicas. Pero sus votantes no le han acompañado en tan insólito viaje.
Rivera ha dimitido, como era preceptivo -eso le honra-, pero sin hacer la menor autocrítica de su lamentable gestión, como también debería ser preceptivo.
En vez de efectuar una imprescindible reflexión sobre las decisiones que han llevado a su partido a un desastre electoral, examen que quedará, suponemos, para sus sucesores, Rivera ha dicho que deja la política para ser feliz en la vida privada. Lo cual es muy emotivo, y hasta lírico, pero poco útil para entender un desgaste electoral tan acusado en poco tiempo. Todo el mundo quiere ser feliz, al menos, en su vida privada, pero, por ahora, en este país nadie acude a la actividad política para ser feliz, sino al contrario, para recibir estocadas de aliados y adversarios.
Seguramente desorientado por el origen de Cs en Cataluña como oposición al frente nacionalista, Rivera no entendió bien la posición y la función del centro político en España a causa de la configuración del sistema representativo y de los valores políticos dominantes en el electorado, que son muy ideológicos y poco pragmáticos. Lo cual genera estabilidad en el voto, favorecida, además, por el sistema bipartidista de hecho, erigido en torno a dos grandes partidos a escala nacional, que aglutinaban, hasta 2015, a los electores de izquierda y derecha en un sistema penalizaba otras opciones.
El centro político, por tanto, no parecía necesario, y en caso de parecerlo era difícil de fundar y mantener, ya que pesaba en la memoria el recuerdo de Unión de Centro Democrático (UCD) y el posterior fracaso de la “Operación Roca”.
UCD, inestable unión de pequeños partidos en torno a la figura de Adolfo Suárez, fue hábilmente torpedeada por la pequeña Alianza Popular, fundada por cinco ministros de Franco, porque estorbaba al proyecto de Manuel Fraga de agrupar a la “mayoría natural” en un solo partido, que fue luego el Partido Popular, que creció recogiendo el voto tanto de la población católica y reformista, recibido de UCD, como el de la base social del franquismo.
La “Operación Roca”, o Partido Reformista Democrático, fue una iniciativa de CiU, contando con algunos pequeños partidos, de esos en que todos sus miembros caben en un taxi, para fundar un partido centrista y liberal que hiciera de bisagra. En realidad, fue uno de esos movimientos pendulares de la burguesía catalana, que periódicamente la llevan desde intentar influir directamente en la política nacional a tratar de romper los vínculos con España. Ahora padecemos una de esas atávicas oscilaciones hacia la ruptura.
El confuso programa y la amalgama de personalidades que componían el PRD (Miquel Roca, Florentino Pérez, Antonio Garrigues Walker, Dolores de Cospedal, Pilar del Castillo, Rafael Arias Salgado y Gabriel Elorriaga), no pudieron evitar que se viera como una operación de CiU para influir en el resto de España en las elecciones de junio de 1986. El fracaso fue rotundo y el PRD acabó su corta existencia cuando se conoció el resultado electoral.
Más tarde, Aznar, emprendió un ilusorio “viaje al centro”, que fue una operación de cosmética de la “Segunda Transición”, pronto olvidada para optar por “una derecha sin complejos”, aprovechando que soplaba el viento de las Azores.
Lo cual no indica que, con independencia de los giros que tácticamente hicieran hacia el centro el PSOE o el PP, no hiciera falta un partido bisagra, pero esa necesidad se resolvió de otra manera.       
En España, tierra de María, según el Papa Karol Wojtyla, parece que nos encomendemos al diablo a la hora de erigir nuestras estructuras representativas. Y una de estas aportaciones bajo luciferina inspiración ha sido entregar la función de partido bisagra a partidos nacionalistas que merecen muy poca confianza, dada su histórica deslealtad y su progresiva reserva con este régimen.
De ahí, que tanto el PSOE como el PP, cuando no han obtenido la mayoría necesaria para gobernar, hayan tenido que buscar el apoyo del PNV o de CiU, o de ambos, y pagar elevadas facturas por esa interesada colaboración, que, a la larga, siempre fortalecía a los nacionalistas. Con ello, la estabilidad pendía de una deslealtad calculada con astucia mercantil, el gobierno central dependía de la periferia y la unidad territorial y la soberanía nacional estaban en manos de sus máximos objetores.
En un mundo perfecto -este no lo es-, el centro obedece a la representación política de ciudadanos que no se ubican en ninguno de los polos, digamos clásicos, de izquierda y derecha o que comparten aspectos de ambos. Responde a la idea de sociedad plural, no polarizada por el esquema maniqueo de matriz religiosa del vicio y la virtud, dividida en buenos y malos, y en amigos y enemigos más que en adversarios.
Lejos del blanco y del negro, el centro debería representar un discreto y poco estridente color gris. Por tanto, no debería ser una opción oportunista, sino una opción política marcada, sobre todo, por una posición de servicio a las otras dos opciones para facilitar el gobierno tanto de la derecha como de la izquierda o asumir la gradual aplicación de sus programas, eliminando sus aspectos más extremados.  
Pero este no es un mundo perfecto y España no es precisamente un país políticamente templado, sino más bien pasional y emotivo. Somos poco dados al compromiso, con el adversario e incluso con el aliado, que se repudia como rendición o traición desde posiciones numantinas, e inclinados a comportarnos como montagnards antes que como gentes del “llano” (le marais) -del pantano, como decía Lenin-, propensas a la negociación y al acuerdo.
Con ganas, podremos aprender con unos cientos de años más de régimen democrático, lo malo es que las circunstancias no ayudan, pues los efectos de la larga etapa de descrédito de las élites, la desafección ciudadana respecto a la clase política y los negativos efectos de la gran recesión económica, que han abierto en la sociedad una profunda brecha en rentas y oportunidades, favorecen la polaridad y la confrontación. Y Ciudadanos, dirigido por Rivera, ha perdido la orientación. Navegando entre Caribdis y Escila, no ha sabido mantener el timón en el centro y ha sido tragado por el poderoso remolino de Vox, que es ahora la perfecta encarnación política de las turbulencias de Caribdis.    


12 de noviembre, 2019.

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