“La experiencia demuestra que cuando se inicia
una revolución concediendo autonomías se decreta el fracaso de la revolución y
de las autonomías.
En España, la discreción aconsejaba que la
política autonomista de los republicanos (en sentido genérico, burgueses y
proletarios) se circunscribiera al caso catalán. Pero la República, al organizarse,
en realidad, sobre el módulo federal, ofreció la autonomía a cuantas regiones
la solicitaran (…)
Inserto en la Constitución con alcance general
el derecho de autonomía, no ofrece dudas que a ningún movimiento regionalista,
cualquiera que fuese su condición, que obtuviera las dos terceras partes de los
sufragios regionales para el Estatuto, podría negárselo la República sin
contradecir su propia ley. Con tan flagrante inconsecuencia, pues, quisieron
los republicanos hacer excepción con los vascos, por tratarse de un partido
católico y conservador y ser bien conocido su separatismo.
Donde el problema no existía, la República iba
a crearlo. La República creaba un nuevo interés, y en torno a él se congregaban
ya ilusiones y apetitos que cada día pedirían satisfacción con mayor
impaciencia y más poder. Así, el nacionalismo vasco llegaría a contagiar,
después de lograda la autonomía, a gentes afiliadas toda su vida al
internacionalismo, ahora políticamente corrompidas por el poder que la
autonomía les puso en la mano; y en labios de viejos socialistas se oiría la
extraña frase de que era vascos antes que socialistas. Cosa nunca escuchada
hasta entonces.
Los regionalistas gallegos se trocaron, a favor
de la liberalidad republicana, en organización política que pretendía
equipararse en el área estatal con la antigua y vigorosa nacionalidad de
Cataluña.
Con todo el esfuerzo que el asunto requería, el
regionalismo valenciano izó, asimismo, su bandera, advirtiendo a la República
que también en esta comarca había costumbres particulares.
En Andalucía también pusieron a ondear una
enseña regional, y el grupo de cordobeses y sevillanos que la levantó expresó
sus pretensiones de que presidiera otro estadito.
Por su parte, una tertulia de aragoneses estimó
patriótico deber conseguir que Aragón no quedara preterido en el reparto de
libertades y proclamó su aspiración a la igualdad con Cataluña, Galicia, el
País Vasco, Andalucía y Valencia (…) Estaba claro que el período constituyente
no se cerraría jamás, pues siempre habría alguna región absorbida internamente
en la lucha por la autonomía, esto es, por la constitución regional.
Nadie
se atreverá a negar la diversidad geográfica y folclórica de España. Pero
ninguna gran nación se compone de un solo pueblo, raza o unidad folclórica; y
es incuestionable que ni las características geográficas y étnicas, ni la
existencia de un dialecto o una lengua primitiva, ni la perpetuación anacrónica
de varios fueros medievales, ni una manera peculiar de danzar o arrancar
sonidos a curiosos instrumentos musicales, se pueden aceptar como base del
derecho a constituir un estado o fundar instituciones políticas particulares”.
A. Ramos Oliveira: “III.
El nacionalismo catalán” en “La unidad nacional y los nacionalismos españoles”,
Méjico, Grijalbo, 1970.
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