El intento, por ahora fallido, de los partidos
nacionalistas catalanes de declarar de modo unilateral la independencia de
Cataluña ha colocado en primer término y de modo imperativo el espinoso asunto
de la cuestión nacional.
Es este uno de los temas recurrentes de la vida
política española desde que concluyó la Transición (ya lo era antes, pero expresado
de otra manera), pues, con etapas de más intensidad -el Plan Ibarretxe (2003-2005)
y “el procés” (2012-2017), no han dejado de estar presentes en la agenda
política las demandas de los partidos nacionalistas vascos y catalanes, como
fruto de la tenacidad de grupos activos (y en el caso vasco, con apoyo armado)
que han hecho de la acción contenciosa su razón de existir.
La compulsiva búsqueda de unos signos que
definan una identidad colectiva fuerte y duradera lleva a los grupos
nacionalistas a preguntarse por el ser y el devenir y, en consecuencia, por los
lazos simbólicos y materiales que aseguren la permanencia de la comunidad
imaginada, desde la noche de los tiempos hasta la actualidad, para cumplir el
mandato de la tierra y ocupar el lugar que la historia les tiene asignado como
sujetos políticos entre las otras naciones.
La construcción con éxito de un artificioso relato
que vincula el pasado heroico y remoto -la perdida edad de oro- con el presente
no puede eludir el interrogante que preside la relación entre el hoy y el
mañana, entre la (sometida) nación del presente y la (triunfante) nación del
futuro como país independiente, o entre lo que los nacionalistas son y lo que
creen que merecen. Hiato que debe salvarse mediante una constante ofensiva política.
La enfermiza interrogación de los movimientos
nacionalistas sobre sí mismos y la insatisfacción percibida entre lo que
consideran potenciales capacidades de su superior naturaleza y las limitadas expectativas
políticas que ofrece el orden vigente, les han llevado a ejercer una incesante
presión sobre el Gobierno central y las instituciones públicas para descentralizar
la gestión política y administrativa y ampliar, así, el marco de sus
competencias, hasta llegar, cuando han creído tener el respaldo social
suficiente, a plantear la descentralización completa, es decir, constituirse en
países independientes y realizar la transición entre el ser y el deber ser, que,
en el caso que nos ocupa, es el tránsito desde lo que Cataluña es a lo que,
según los nacionalistas, debería ser.
Olvidemos considerar si una mágica
“desconexión” con España, plasmada en una vergonzante declaración de
independencia carente de cualquier requisito democrático, es un medio eficaz para
pasar del ser al deber ser, porque detrás de las preguntas sobre la identidad
de Cataluña y sobre su futuro como nación, que han alentado “el procés” -¿Qué
es Cataluña? ¿Qué debe ser Cataluña? ¿Qué puede ser Cataluña?-, hay otras que
remiten a la unidad de España y la diversidad nacional, a la vinculación de sus
regiones (o naciones) y a qué cosa o ente es España. ¿Es una nación o sólo es
un Estado? ¿Es una nación o varias naciones? En todo caso, ¿Cuáles naciones?
¿Cuántas naciones? ¿Y cuántos posibles estados?
Estas preguntas ya se plantearon en los años
finales de la dictadura y durante la Transición, y los partidos de la
izquierda, primero casi todos, y después los de la izquierda radical ofrecieron
unas respuestas tan diferentes, que, realmente, la pregunta quedó sin contestar
de modo concluyente, aunque el problema político quedó, de momento, resuelto
con el desarrollo del Estado autonómico.
Fragmento del artículo publicado en “El viejo
topo” nº 361, febrero, 2018.
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