Good morning, Spain que
es different
Anda
revuelta la prensa, la canallesca y la otra, con el asunto del piso, pequeño
(60 m2), de Ramón Espinar, junior, en Alcobendas, y los tertulianos de moral
farisaica se han lanzado como chacales sobre una presa menor pero apetecida,
fingiendo ignorar cual es la lógica del sistema. Recordémosla brevemente (para
más información remito al capítulo 4. “El milagro soy yo. El relato triunfal de
la etapa aznariana” de “Perdidos. España sin pulso y sin rumbo”, Madrid, 2015).
Entre
las primeras medidas que adoptó José María Aznar, que tomó posesión de su cargo
el 4 de mayo de 1996, estuvo el Decreto Ley 5/1996, de 27 de junio, y algo más tarde
la Ley 6/1998 de Régimen del Suelo, que liberalizaron el suelo, haciendo
urbanizable todo el suelo nacional, acortaron el tiempo de información pública,
agilizaron los trámites para urbanizar, redujeron del 15% al 10% el porcentaje
de terreno mínimo cedido por los promotores a los municipios e introdujeron la
figura del agente urbanizador no propietario. Era el disparo de salida de la
España que iba a ir bien.
La Ley
del Suelo, aprobada en el Congreso por 167 votos a favor, 143 en contra y 4
abstenciones, se presentó como una iniciativa para abaratar el precio de las
viviendas. El ministro de Fomento, Arias Salgado, señaló que al aumentar la
cantidad de suelo urbanizable, la esperable reducción del precio repercutiría
en el coste final de las viviendas. Cristina Narbona, entonces portavoz del
PSOE en la materia, dijo que con esa ley no se abaratarían ni el suelo ni la
vivienda. Y así fue, porque el modelo respondía a lo que se quería obtener de
él en una fase alcista de la economía: resultados a corto plazo y proporcionar
un dinero fácil y rápido a empresas constructoras y promotores inmobiliarios.
Era la mejor prueba de lo bien que funcionaba lo que Aznar llamaba la España de
las oportunidades.
Cristóbal
Montoro (ABC 10-10-2002), a la sazón
ministro de Hacienda, quitaba importancia a la deuda de las familias,
porque la compra de un piso programaba a largo plazo el nivel de ahorro, y que
eso era muy bueno. Además, el sector inmobiliario, como motor económico,
permitía crecer cuatro veces más que la media europea. El auge del mercado
inmobiliario había formado un “círculo
virtuoso” al empujar el empleo y la demanda de vivienda nueva. Tampoco para
Rato, vicepresidente del Gobierno, el modelo era un problema: “En 2003 se construyeron cerca de 700.0000
viviendas, lo cual es muy positivo para la economía española. Además, se han comprado, lo que
indica que no hay problema de insatisfacción de la demanda. Al revés, es muy
elástica, como lo refleja el ritmo de crecimiento de las hipotecas. Son los
españoles los que han decidido invertir en vivienda; unos porque antes no
habían podido hacerlo y otros porque destinan ahí sus ahorros “(El País, 23-2-2004).
Lo
que vino después es sabido, y padecido, pero entonces lo que importaba era el
crecimiento del PIB, o sea la suma de bienes y servicios producidos en un año. Si
subía el precio de las viviendas aumentaba su repercusión en el PIB, así como lo
que venía antes (créditos a las inmobiliarias y lo derivado de la construcción
y comercialización de viviendas, así como aumento del empleo) y después de cada
piso vendido (hipotecas, notarios y la industria auxiliar de productos y
servicios -sanitarios, mobiliario, carpintería, fontanería, cristalería, persianas,
cerrajería, mantenimientos, etc, etc), con sus correspondientes impuestos. Pero
todo eso movía la economía y hacía subir el PIB. Todos contentos, de manera que
quien intervenía en el proceso contribuía a aumentar la prosperidad del país y especular
se convertía en un inconsciente acto de patriotismo.
Ante
esta lógica, en la España que iba bien, ¿quién vendería una vivienda, aunque
fuera pequeña, por el mismo precio al que la había comprado? Pues nadie, o casi
nadie. Algún loco o algún santo, pero de esos hay pocos.
Dejando
aparte el modo de financiarlo y cómo le fue adjudicado el piso de Alcobendas, pormenores
que desconozco, este fue el caso de Ramón Espinar, que, como tantos otros,
respondió a la lógica del capitalismo, vendiendo una vivienda pública, que
nunca habitó, por un precio superior al de compra.
El
caso de Espinar no es comparable con la decisión de Ana Botella, siendo alcaldesa
de Madrid, de vender 1.860 viviendas públicas, en las que no vivía y que
tampoco eran suyas, a un fondo carroñero internacional.
No tiene comparación, pero la
acción de Ramón Espinar, siendo portavoz de Podemos en el Senado y un crítico severo del
capitalismo, no cuadra con la ideología que ahora defiende, y es fea, muy fea,
aunque sea legal.
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