Hablar es fácil; hablar con fundamento es más
difícil, y pensar antes de hablar resulta más costoso. No es un ejercicio
obligatorio, pero hay ocasiones en que, por el bien propio y por el ajeno,
conviene detenerse a pensar, y ésta, cuando millones de personas están
afectadas en su modo de vida por el mortífero ataque de un virus ignoto, es una
de ellas.
La epidemia de “corona virus” se presenta, en
primer lugar, como un ataque a la salud, que exige inmediata atención sanitaria
para contener el contagio y paliar sus primeros efectos; es una cuestión de supervivencia,
de humanidad y solidaridad o de compasión hacia los enfermos.
Las decisiones derivadas de tales medidas, que han
trastornado de pronto la vida cotidiana, implican también cambios en la forma
de trabajar, de producir, de distribuir, de vender, de consumir y de
relacionarse dentro y fuera del ámbito económico. No es fácil saber cuánto
tiempo estarán vigentes las condiciones de la alarma sanitaria, pero, de
momento, han sacudido los fundamentos del sistema productivo y la organización
social, de acuerdo con los cuales hemos construido nuestro pequeño mundo doméstico.
Cuando la pandemia nos rodea de enfermos, el
maldito “bicho” se lleva a familiares, amigos o conocidos y la vida tal como
estaba organizada se ha venido abajo, nos asalta una serie de preguntas de
índole sanitaria -¿Se podrá destruir el virus? ¿Habrá una vacuna pronto? ¿Habrá
tratamiento para los infectados? ¿Quedarán secuelas en los afectados? ¿Volverá
en otoño?- y de otro tipo: ¿Cuánto durará esta situación excepcional? ¿Podremos
volver a vivir como hasta ahora? ¿Hemos de cambiar de forma de vivir? ¿Y cómo? ¿Durante
cuánto tiempo? ¿Tal vez para siempre?
Esas preguntas y otras parecidas dan lugar a
varias actitudes intelectuales. Una de ellas es la necesidad imperiosa de
conocer, de establecer las causas por las cuales esta sociedad -como un modelo
general y como aplicación particular a España-, en apariencia segura y con los
riesgos calculados, se tambalea en sus pilares y su presunta solidez se
convierte en súbita fragilidad. De ahí viene la necesidad de saber para podernos explicar lo sucedido,
pues no podemos vivir sin relatos sobre lo que ocurre, y, sobre todo, de saber para
estar preparados de cara a la próxima vez, que sin duda la habrá.
Existe otra actitud, lamentablemente muy
extendida, que rechaza el esfuerzo de encontrar una explicación razonada, para
buscar un culpable lo antes posible. Descartada, en nuestra sociedad
materialista y mercantil, la intervención de un ser superior -una infalible voluntad
divina-, la responsabilidad debe recaer en una autoridad en la escala
jerárquica; en alguna entidad humana superior, individual o colectiva, que, por
ser falible, cargue con la culpa de lo que sucede.
Trump ha encontrado en seguida a los culpables:
la Organización Mundial de la Salud y la reforma sanitaria de Obama. En España,
para la oposición política el culpable es el Gobierno, enfrentado a una
situación muy compleja, que exige resolver con la misma urgencia dos problemas con
soluciones contradictorias: la crisis sanitaria, que exige el aislamiento, y la
que sobrevendrá como efecto de la obligada parálisis de la actividad económica,
que necesita el trato y la conjunción de personas en el aparato productivo y en
la distribución comercial.
Instigados por los partidos de la oposición y por
algunos aliados de la coalición gobernante, cuya intención no es ayudar a
entender lo que ocurre, legiones de ciudadanos indignados, que han desechado la
funesta manía de pensar, exigen al Gobierno que dimita, si no aporta una
solución inmediata a un problema biológico que acaba de aparecer y que expertos
virólogos están investigando, por lo que carecen de solución. Solución, de la
que también carece la oposición, pero dejemos, por ahora, ese tema.
En una sociedad tan penetrada por el criterio mercantil
como la nuestra, y atenta al gusto del consumidor, se ha extendido el
pensamiento mágico, que es creer que no hay un lapso de tiempo entre formular
un deseo y obtener su satisfacción -lo quiero, lo compro y lo tengo-, y, como
si fueran clientes que reclaman la inmediata devolución del dinero por una
compra no satisfactoria, ciudadanos indignados acusan al Gobierno de todas las iniquidades
posibles porque no ofrece una solución pronta, fácil y definitiva a la epidemia.
Es una actitud que carece de visión a largo
plazo, tanto hacia delante como hacia atrás, y no contempla los procesos, sino
los sucesos; es una interpretación de la cambiante realidad atenta a lo
inmediato, a la rabiosa actualidad proporcionada por los medios de comunicación
y las redes sociales, que fomenta una visión impresionista y parcelada, cuando
no deformada, de lo que sucede. Así, el acontecer de la realidad es una
sucesión de momentos aislados, sin conexión, sin una concatenación de causas y
efectos, de acciones y reacciones, que van modificando la realidad, en un
sentido muchas veces no previsto; el pasado es el pasado y el presente es el
presente, y ahora, el Gobierno debe responder de este presente.
Antes de sacar conclusiones de un balance
precipitado de lo sucedido, hay que esperar a que pase el momento de apremio,
contar con datos fiables y con la imprescindible opinión de los científicos
sobre la naturaleza del virus y la posible evolución de la pandemia.
Y, para que el dictamen sobre lo ocurrido sea mínimamente
ponderado, no conviene perder de vista la situación de partida: cuáles eran las
capacidades, las potencias y las debilidades de nuestras defensas; en
definitiva, los recursos sanitarios que teníamos como país para hacer frente a
lo que viniere.
Sin previo aviso, la
pandemia ha colocado a todos los gobiernos del mundo ante el cerco de un
enemigo poderoso e implacable, que ha puesto en evidencia la capacidad de
resistir de los asediados y los puntos débiles de sus murallas. Les ha
enfrentado a una situación similar a la de Troya ante el asedio de los aqueos. En
España, con su correspondiente caballo.https://elobrero.es/opinion/48659-cronica-del-asedio-hablar-es-facil.html
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