Se va a discutir en el Congreso la conveniencia
de prolongar el estado de alarma. El Gobierno ha puesto toda la carne en el
asador para lograr su aprobación colocando a aliados y a adversarios ante una disyuntiva
maximalista: la alarma o el caos, heri
Ábalos dixit.
¡Hombre, no! Imitar al general De Gaulle a
estas alturas carece de sentido y, además, no estamos en Francia en 1968.
Si se rechaza prolongar el estado de alarma,
seguramente se extenderá el contagio, incluso es posible que tengamos que
volver al confinamiento, pero eso, que no es bueno, no es el caos. En esta
difícil coyuntura, nadie puede decir que tiene la única solución válida para
salir de ella y que la alternativa o ausencia de ella es el caos. Más aún
cuando el Gobierno está difundiendo la idea de que es necesario un gran acuerdo
nacional para hacer frente simultáneamente a la crisis sanitaria y a la
económica que viene detrás.
Es fácil de entender que los partidos
nacionalistas rechacen la propuesta de prorrogar el estado de alarma y que
acusen al Gobierno de centralista, porque quieren aplicar su propio centralismo
desde la capital de su territorio autonómico. También lo es el rechazo de la
presidenta madrileña, que confunde sus funciones al querer convertir la
Comunidad de Madrid en una sobrevenida cámara de oposición al Gobierno central,
pero no se entiende bien que el Partido Popular y Ciudadanos rechacen la
propuesta, en vista del resultado positivo obtenido por el confinamiento al
reducir los contagios y los casos de muerte, y la experiencia, en sentido
contrario, de los contados días de la “media veda”.
La percepción del uso que, en términos
generales, han hecho los ciudadanos urbanos del alivio a la reclusión ofrecido en
la primera fase de la “desescalada”, no invita a suspender las medidas de alarma,
sino a prorrogarla.
Al menos en las grandes ciudades, cuando no
existe una imposición expresa, como sucede en los transportes públicos, en los
que no se puede viajar sin llevar la mascarilla, los viandantes han
interpretado con bastante holgura las normas para prevenir el contagio, desde
incumplir los horarios, desplazarse en grupo, no guardar la distancia de
seguridad ni haciendo deporte, utilizar la mascarilla a su albedrío, etc.
Las
ganas de salir del encierro, el ansia de libertad, que indicaba un diario
conservador en una primera plana que hubiera merecido publicarse en los años en
que la libertad con mayúscula faltaba, y no por un virus, pueden haber llevado
a demasiadas personas a confundir el alivio en una situación de excepción con
su drástica abolición para volver a la normalidad previa a la pandemia, cuando
lo cierto es que los hábitos anteriores al mes de marzo se deben dar por acabados
para una larga temporada, si no lo son para siempre.
Me temo que con las provisionales medidas de
alivio ha vuelto a salir a flote el español indisciplinado que todos llevamos
dentro, al que le molesta ajustarse a las normas comunes.
Por otra parte, y como otra de las lecciones de
la pandemia, se podría pensar en que el Estado recuperase las competencias de
sanidad.
A la luz de la experiencia pasada y también de
la reciente, carece de sentido racional -y nacional- seguir manteniendo el
fragmentado sistema actual. Debería buscarse un pacto nacional para que el
Estado recuperase las competencias transferidas y acabase con el desbarajuste
de las 17 administraciones sanitarias, las 17 tarjetas de usuarios y los 17
calendarios, que atomizan y encarecen los acopios, dificultan la difusión de la
investigación y los avances técnicos, dispersan los datos, impiden la visión general
y actualizada del sistema sanitario y conocer el estado de salud del país,
azuzan los celos autonómicos, dificultan la movilidad interior, devienen privilegiadas
reservas de empleo y reductos del nacionalismo más sectario y complican la vida
a quienes precisan de tales servicios.
El objetivo
de un sistema sanitario de alcance nacional debería ser la salud de los
ciudadanos en general, vivan donde vivan, estén donde estén y voten a quien
voten, porque la salud no entiende de colores o banderas. Y con la división
ganan los virus, que no reconocen fronteras
.
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