En el contexto de la “guerra fría”, el triunfo de la revolución cubana, en 1959, introdujo una cuña en la zona de influencia norteamericana considerada por Washington como su “patio trasero”.
La
victoria del ejército rebelde sobre las tropas de Batista, su títere cubano,
fue recibida como una afrenta, pues era intolerable la existencia de un
gobierno izquierdista a 90 millas de la costa de Florida. Por tanto, el régimen
castrista no debía sobrevivir (en eso no faltaron intentos), ni, en aplicación
de la doctrina de “contener el comunismo”, se debía repetir en el continente
otro experimento como el de Cuba.
No
obstante, tal doctrina no amparaba sólo la lucha política e ideológica contra
el comunismo y el pulso geoestratégico con la URSS en los años más tensos de la
“guerra fría”, sino la ambición imperial estadounidense sobre América Latina albergada
desde principios de siglo, de tal manera que cualquier intento reformista de
gobiernos nacionales que perjudicase los intereses de compañías norteamericanas
era presentado ante la opinión pública como una amenaza comunista y tratado
como un asunto de la seguridad nacional del propio país y de Estados Unidos,
como garante continental del orden establecido.
Este
fue el caso del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, cuyas reformas chocaron
con los intereses de la United Fruit Company (hoy Chiquita Brand), que tenía
fuertes lazos con el gobierno norteamericano (John Foster Dulles, secretario de
Estado, era accionista de la compañía y hermano de Allen Dulles, director de la
CIA).
En
Estados Unidos transcurrían los histéricos años de la “caza de brujas” del
fanático McCarthy, y para evitar que el país cayera posteriormente en manos del
comunismo -las reformas las carga el diablo-, la CIA preparó el golpe de estado
del coronel Castillo Armas, que, en 1954, derrocó a Arbenz y dejó el país sometido
a una dictadura de décadas.
Washington
también apoyó el dictatorial gobierno del general Pérez Jiménez en Venezuela
-potencia petrolera-, derrocado en 1958 por un golpe de militares descontentos.
Pareja suerte corrió el reformista Juan Bosch, en la República Dominicana,
depuesto en septiembre de 1963 por un golpe militar dirigido por el coronel
Caamaño.
El
brasileño Joao Goulart, que inició reformas en el campo, en la educación y en
la sanidad, y con el acercamiento a los países del Pacto de Varsovia quiso
mantener un equilibrio entre Estados Unidos y la URSS, fue derrocado en 1964
por el golpe militar del general Castelo Branco, sucedido por el mariscal Costa
e Silva, sucedido a su vez por el general Garrastazu Médici y éste por el
general Ernesto Geisel, cortados todos por el mismo patrón. Garrastazu apoyó
los intentos de Nixon de acabar con el régimen de Salvador Allende.
En
Uruguay, el presidente Pacheco Areco (1967-1971) respondió a las protestas
populares con el estado de excepción, la ilegalización de los partidos de la
izquierda y la censura de prensa, y asistido, por la CIA, desató una feroz
represión sobre el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Le sucedió
Bordaberry, ultracatólico y ferozmente anticomunista, con un gobierno mixto,
cívico-militar, entre 1975 y 1985.
Al otro
lado de la frontera, el dictador Alfredo Stroessner, tras llegar al poder con
un golpe de estado, gobernaba Paraguay con mano de hierro, en una dictadura
que, desde 1954, habría de durar hasta 1989.
Debía
quedar claro que ningún gobierno nacional podía atreverse a modificar un ápice
la correlación de fuerzas decidida desde Washington. No había, pues, lugar para
ensayar terceras vías, ni margen de maniobra para que gobiernos de la burguesía
nacional pudieran acometer reformas dentro del capitalismo con un carácter de
afirmación nacional y la pretensión de ejercer cierto control sobre una parte
sustancial de la riqueza del país. La soberanía real estaba descartada y para
las élites sólo quedaba el incondicional y bien remunerado vasallaje, bajo el
manto de la seguridad nacional, que amparaba la propiedad privada, sobre todo,
la gran propiedad y las inversiones extranjeras, frente a los intentos, que
resultarían vanos, además de dolorosos, de repartir de forma más equitativa la
riqueza producida.
De tal
suerte, América Latina quedaba atrapada por el corsé de las dos vías diseñado por
Washington. Una era la Alianza para el Progreso, anunciada por J. F. Kennedy en
1961, cuyo objetivo era hacer innecesario el comunismo, al elevar el nivel de
vida de la población mediante el desarrollo económico, la cooperación y la
ayuda técnica y financiera. Estaba destinada a los gobiernos amigos, es decir
dóciles, pero no necesariamente democráticos. Podían ser hijos de puta, pero
eran “sus hijos de puta”, como reconocía el Secretario de Estado, Cordell Hull,
refiriéndose al nicaragüense Anastasio Somoza, que, efectivamente, lo era.
La
otra vía, revelada con precisión en informes desclasificados, era la llamada
contrainsurgencia, destinada a disuadir a gobiernos tercamente reformistas y a
quienes pusieran en duda la hegemonía norteamericana, pero, sobre todo, a
combatir los movimientos populares de protesta y autoorganización, a los
partidos y sindicatos izquierdistas y, en particular, a los grupos armados y a las
guerrillas, mediante una variada gama de “servicios” prestada a los gobiernos
para combatir “la subversión”, que iban desde la creación de opinión pública,
la agitación, la propaganda, el sabotaje, el caos económico, el cierre
patronal, el esquirolaje, los atentados, los secuestros, las violaciones, los
asesinatos y las desapariciones, hasta los golpes de estado, si eran
necesarios, o la invasión de tropas y mercenarios.
Este era
el escenario continental en el que Salvador Allende pretendió llevar a cabo su ideal
experimento, al emprender un camino distinto, democrático y pacífico, hacia el socialismo
que rompiera el círculo vicioso acotado por el vasallaje o la dictadura.
El golpe militar en Argentina,
en marzo de 1976, y la instauración del cruento gobierno de la Junta Militar
presidida por el general Videla, corroboraron, tras la muerte de Allende, la
vigencia de ese círculo infernal.
Madrid, 12 de septiembre de 2023. El obrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario