Ayer, repasando un diario atrasado, reparé en una noticia que se me había escapado. Aludía a la muerte del paleontólogo Richard Leakey, ocurrida el día dos de enero.
Nacido en Nairobi, pero de origen
británico, heredó la pasión investigadora de su padre, Louis Leakey, quien,
junto a su mujer, Mary Douglas Nicol, descubrió en la Garganta de Olduvai (Tanzania)
restos de uno de los primeros representantes del género humano, al que dieron
el nombre de “Homo habilis”, por atribuirle la habilidad de tallar los utensilios
hallados junto a sus huesos. Richard continuó la investigación de sus padres y
la extendió al valle del río Omo, en Etiopía, donde halló gran cantidad de
restos de homínidos del grupo “habilis” y, luego del grupo “rudolfensis”, cerca
del lago Turkana, antiguo lago Rodolfo (en honor del archiduque de Habsburgo),
en la gran falla del Rift, en Kenia, en particular restos de un niño -Turkana
boy o Niño de Nariokotome- adolescente de la especie del “Homo erectus”.
No soy un aficionado a la paleontología
ni estoy especialmente interesado en los ancestros del género humano, pues, para
hacerme una idea de lo que eran los hombres primitivos, hay días con que me
basta mirar alrededor, pero sí mantengo la superficial curiosidad del turista.
Y me gusta el cine.
No había oído hablar de los Leakey hasta
un caluroso día de junio de 2007, cuando llegué con mi familia a la Garganta de
Olduvai, en la llanura del Serengueti, volviendo del Ngorongoro. Allí nos hablaron
de sus investigaciones y nos mostraron, en un pequeño y rústico museo, sus
descubrimientos. Una lástima, por la falta de medios para montar una
instalación mejor. Todo muy interesante, pero lo que más me impresionó fue la
reproducción de las huellas de los pies de dos seres humanos, un adulto y un
niño, que habían quedado petrificadas en el polvo provocado por la violenta erupción
de un volcán, que realmente reventó. Huellas que recordaban las halladas, por ejemplo,
en las ruinas de Pompeya, destruida por la erupción del Vesuvio. En cuanto al
volcán, no podía ser otro que el Ngorongoro (una maravilla), que no está muy lejos
y del que se cuenta que antaño era un monte tan alto o más que el Kilimanjaro.
De forma coloquial se alude al cráter del
Ngorongoro, y así lo dice el cazador Sean Mercer (John Wayne), en las primeras
secuencias de la película “Hatari” (Howard Hawks, 1962) cuando tiene que
trasladar al “Indio” (Bruce Cabot), herido por la cornada de un rinoceronte, a
un hospital de Arusha para ser atendido. Y en esa conversación indica que están
en un cráter y que tardarán unas cinco horas en llegar a Arusha, con lo cual
confirma que estaba cazando con su equipo en el monte citado, pero no en el
cráter, sino en la caldera, porque el volcán reventó desde muy abajo, dejando
una especie de circo de 20 kilómetros de diámetro, con unas paredes de 600
metros de alto. Y esa explosión, que debió ser tremenda, quizá como la del
Krakatoa de 1883, sorprendió a los primitivos habitantes de la zona circundante,
dos de los cuales dejaron las huellas de sus pies -y de su existencia- sobre el
polvo luego solidificado y conservado como un documento.
Si pueden, visiten Tanzania. Y después vean “Hatari”.
Face book. 15 de enero de 2022
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