Ya tenemos Gobierno; cogido con alfileres, pero
Gobierno. Con hipotecas, pero Gobierno. El primero de coalición desde la II
República, que ya es paradoja. Y ha empezado a funcionar, aunque con tropiezos,
como proponer a Dolores Delgado como fiscal general del Estado. Un error de
bulto, aunque no le falten méritos para el cargo y la decisión no sea ilegal.
Pero es un gesto feo, que denota obcecación y complica el inicio de una
legislatura que no será tranquila (nunca lo es cuando gobierna la izquierda).
Con apoyos dudosos y una oposición arriscada,
Sánchez tiene por delante un mandato tan oscuro y tormentoso como el reinado de
Witiza, según recordarán los seguidores de Francisco García Pavón, el Simenon
manchego inventor de la novela policíaca al hispánico modo.
Pronto veremos lo que Sánchez es capaz de sacar
adelante, ya que, dejando aparte una oposición feroz, que le considera un
presidente ilegítimo y hará todo lo posible para que la legislatura sea breve, el
Gobierno depende -o pende- de un interesado, heteróclito y ajustado respaldo
parlamentario, en particular de los partidos regionalistas y nacionalistas -¿O
regionalistas son todos, pero jugando en ligas de primera y de segunda
división?-, y, sobre todo, de ERC, cuyos portavoces, amigos de pedir favores a palos,
se muestran muy crecidos y obstinados en exigir que se cumpla, antes que nada,
el pacto para “resolver el conflicto político” catalán. O se pone en marcha la Mesa
de gobiernos -espejismo de una negociación entre estados, y en Cataluña una
Mesa de Partidos, como una independentista Asamblea de Cataluña-, o el Gobierno
central tiene los días contados. Y ahí están los Presupuestos Generales como
primera prueba a superar.
Ínfulas no han faltado a Rufián y a Montserrat
Bassa para señalar la fragilidad del Ejecutivo respecto a un pacto opaco y, por
lo que se sabe, ambiguo, que se presta a varias interpretaciones, pues el “sit
and talk”, lo mismo puede concluir con un “The game is over, Spain;
goodbye forever”, si se toma como referencia la opinión de Quim Torra (“lo
volveremos a hacer”), que con un “take the money and run” (“¿Y esto,
quién lo paga?”, que preguntaría Jordi Pujol), aceptable para los pragmáticos
que prefieren “brass in pockett”, antes que otro “Independence Day”
acabe, como el “rosary of the dawn”, en el “one hundred fifty five”.
Pero ni eso, ni otros puntos del programa del
candidato, se pudieron debatir en las sesiones de investidura, porque el
nacionalismo de una u otra manera se convirtió en el tema casi monográfico de
los debates por el pertinaz empeño de sus portavoces de recordar una y otra vez
su aspiración a cumplir el programa máximo, y por la insistencia de las
bancadas de la derecha, que siempre muerde el anzuelo, en utilizarlo como pieza
de artillería pesada para acusar a Sánchez de todo lo que se les pasó por la
cabeza y pronosticar un aluvión de males sin cuento si llegaba a la Moncloa.
No era el momento de poner en duda la
legitimidad de Sánchez y de algunos diputados por haber realizado, según Vox, un
juramento fraudulento, tampoco de poner en duda la monarquía, hablar del 1 de
octubre de 2017, de la situación de Junqueras, de discutir si ETA ha ganado -¡Qué
duda, cielo santo!- o de sus víctimas y las del GAL, de la violencia de género
o de la patria en peligro de romperse (que no lo está, ni precisa la
intervención del ejército para impedirlo, como ha sugerido algún bárbaro).
Extemporáneos asuntos que dieron mucho juego a
los principales espadachines de la oposición, que combatían entre sí a la vez
que lanzaban estocadas al candidato, pero que, respecto al meollo del asunto
-un programa de gobierno-, ofrecieron poca luz a los ciudadanos, aunque dejaron
claro lo que algunos entienden por cortesía parlamentaria o incluso mera
educación (estuvo acertado Baldoví, con la tila). En ocasiones, con tanto fuego
de artificio -¡Vive le Roi!; ¡Vive la nation!-, parecía que estuviéramos
en la Asamblea francesa, en el verano de 1789.
Como no es posible otro gobierno, las jornadas
de la investidura tendrían que haber servido para conocer a fondo el programa
del candidato, comprobar su consistencia y evaluar el cómo, el cuándo y el
cuánto de un proyecto reformista con innegable contenido social.
No pudo ser. Así que millones de personas que
esperaban claridad y algunas certidumbres sobre el futuro, se quedaron con las
ganas.
Pero ya tenemos gobierno. Ahora a gobernar y a
poner en marcha la reforma fiscal, que esperemos grave las rentas más altas, la
derogación (por ahora parcial) de la reforma laboral, suba las pensiones (por
ahora con tacañería), no sólo derogue la ley Wert, sino que proponga una nueva
ley de Educación (y que la considere un pacto de Estado, para que dure; y otro
para la investigación), derogue la “ley mordaza”, reforme la ley de justicia
universal y regule el derecho a morir dignamente, acometa con decisión la lucha
contra el fraude fiscal y la corrupción, limite los aforamientos, renueve con el
criterio más objetivo posible el Consejo General del Poder Judicial y el
Tribunal Constitucional, asuma como un importante y urgente problema nacional
la falta de expectativas de la juventud de origen social modesto, a causa del
empleo precario, de los bajos salarios y la dificultad de acceder a una
vivienda, que es otro problema nacional, provocado, entre otras razones, por el
raquítico parque de vivienda pública, cuyos fondos en los Presupuestos del
Estado han pasado de 1.500 millones de euros en el año 2009 a 450 millones en
2018, lo que no sólo ha contribuido a encarecer el precio de los pisos en el
mercado de la vivienda, sino que ha generado un mercado de infraviviendas,
destinado a la población cuya existencia está marcada por el estigma del “infra”
o del “sub”, como nueva categoría sociológica (subempleo, infravivienda, infrasalario,
subconsumo, subcultura, subalimentación y otras precariedades), que la define y
condena como una subclase.
La España vacía, o vaciada, es otro de los
problemas que el Ejecutivo tiene delante, que le enfrenta al reto de paliar y,
a ser posible, revertir el éxodo rural.
Mayor es el desafío de la “vicepresidencia
verde”, que debe afrontar, luchando contra el tiempo, las consecuencias del
cambio climático o, quizá mejor, de la crisis del clima, que no sólo se
resuelve reduciendo la emisión de gases con efecto invernadero, sino que exige cambiar
el modelo económico y energético por otro más eficiente y menos contaminante
(de nuevo la investigación como factor fundamental).
Plan ambicioso, que, si quiere ser efectivo,
tiene afectar también a los hábitos de trabajo y consumo de toda la población. Lo
cual plantea un problema de Estado, que exige el consenso parlamentario con
quienes niegan el cambio climático, creyendo estar a salvo de sus
consecuencias, y una rigurosa y pormenorizada explicación a la ciudadanía.
20/1/2020
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