En Europa y buena parte del mundo occidental
regido por el mismo calendario, comienza el año 2020 de la era cristiana, sin
que se pueda afirmar que nos hemos acercado mucho a los deseos de su fundador,
aquel hijo de un carpintero de Galilea, como para dar un nombre tan solemne a
una era tan larga como pródiga en desmanes y crueldades, sin sentir cierta
vergüenza.
También nos hemos alejado de otros ideales no
presididos por credos religiosos sino humanistas, comunitarios, solidarios o
utópicos, que, en diversos momentos de la historia, han señalado el alba de
nuevas eras que intentaban corregir los yerros, los excesos o las carencias de
las anteriores.
Desde antes de la primera revolución industrial,
pero sobre todo a partir de ella, los sentidos religioso y humanístico en la noción
del tiempo quedaron enterrados por la mercantil utilidad del calendario como
configuración racional del tiempo a largo plazo, complementado por el reloj
como medidor del tiempo a corto plazo, en un sistema económico impelido por el deseo
de producir la mayor cantidad de mercancías en el menor tiempo posible.
La intención de producir para satisfacer
apremiantes necesidades humanas quedó pronto desbordada por la lógica de
producir simplemente más y mejor; producir más, en menos tiempo, con el menor
coste posible y con el mayor beneficio para quien decidía qué producir y ponía
los medios materiales -capital- para hacerlo; producir no sólo para atender
necesidades apremiantes, sino para satisfacer necesidades que se podían
incentivar, estimular o crear en un proceso que fuera creciente e ilimitado, en
el que cada deseo tuviera su satisfacción y cada sujeto sus objetos deseados, a
cambio, naturalmente, de que su producción y su venta generasen un beneficio
económico.
Desde esta perspectiva, los seres humanos eran convertidos
en agentes de un sistema en el que actuaban como productores y consumidores, o
mejor, como productores y no consumidores o muy productores (contra su
voluntad) y poco consumidores (también contra sus deseos). El mercado era el
marco en el que libremente se relacionaban unos con otros, bien como oferentes
o bien como demandantes de bienes y servicios, entre los cuales se hallaba la
disposición a trabajar para otro, cediendo determinado esfuerzo físico y mental
durante cierto tiempo, a cambio de una contraprestación en moneda o en especie,
o en ambas.
Presentados, en teoría, como actores soberanos,
productores y consumidores quedaron en la práctica como juguetes de un mercado
que escapaba a su control e incluso a la comprensión de la ciega lógica que lo
impulsaba.
Bajo la engañosa impresión de que el ser humano
había conquistado, por fin, su papel de rey de la Creación dominando la
naturaleza, en vez de vivir sometido a ella como el resto de los animales, la
Tierra se concibió como un gigantesco almacén, que hacía las veces de mina y de
vertedero, pues dispensaba lo necesario para producir, por muy insensata que
fuera la producción, como la energía y las materias primas y después asimilaba los
productos terminados y los residuos, y lo hacía sin límite de tiempo ni
aparente coste económico; eso era el progreso, el desarrollo; un proceso
creciente y sin fin.
Mirando a lo lejos desde este año que empieza, sólo
se percibe en el horizonte este modelo económico, el capitalismo, como sistema
productivo, pero a la vez anárquico, poco eficiente, despilfarrador de recursos
que ya son escasos y, por si fuera poco, inestable y dado a sufrir periódicas y
destructivas conmociones.
Un capitalismo sin antagonista, aunque con
variantes: un capitalismo regulado (y en franca retirada), un capitalismo
cimarrón o asilvestrado, un capitalismo salvaje, un capitalismo más o menos
social; un capitalismo incipiente y un capitalismo maduro; un capitalismo de
mercado o de monopolio; un capitalismo local y un capitalismo global; un
capitalismo con democracia o sin ella, con derechos civiles o despótico; un capitalismo
ateo o confesional; un capitalismo de partido único o un capitalismo con varios
partidos también únicos, si persisten en alcanzar el mismo fin.
Este capitalismo sin visible alternativa a
corto plazo, aunque con crecientes muestras de instintivo rechazo social, ha
topado con un límite, no humano, sino natural, que es la crisis climática, en
realidad una revolución del clima que está en sus albores, cuyas señales de
alarma se perciben con más frecuencia y mayor intensidad.
El reto de esta década es hacer frente, de modo
urgente y coordinado -no hay otro- a esta revolución, porque sus efectos son
difíciles de imaginar.
El gran desafío de la especie humana está en
comprobar si seremos capaces de reemplazar este sistema productivo por otro y de
limitar la destrucción de la naturaleza poniendo los medios para facilitar su
regeneración, que será también la nuestra como humanos, en un planeta que no
hemos dominado ni entendido, y que además no nos pertenece como individuos,
porque, dada nuestra breve estancia en él, sólo somos temporales usuarios, ni
como especie, porque pertenece a todos los que habitan y habitarán en él.
Y nada importa que algunas, o demasiadas
personas, por ignorancia o interés en mantener este sistema, nieguen la crisis
climática, porque la naturaleza no se va a detener, no va a esperar a que los
reacios se convenzan, porque no concede treguas ni admite diálogo; la
naturaleza es soberana y la especie humana no lo es, porque depende de ella.
Si,
además de hablar, no hacemos pronto algo efectivo, quizá nos demos cuenta, demasiado
tarde, de que ya ha pasado nuestra oportunidad para intervenir con algún
resultado y de que estamos expuestos a sufrir la venganza de la Tierra, que
puede ser brutal e imparable.
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