martes, 29 de agosto de 2017

Difícil integración

Good morning, Spain, que es different

Con sentido autocrítico, en Europa solemos considerar la deficiente integración de los musulmanes en nuestras sociedades como una de las causas de los atentados islamistas. Otra causa es el efecto de la política exterior (económica, militar, geoestratégica) de los países desarrollados sobre terceros, pero esa, por ahora, me interesa menos que la reflexión sobre las dificultades que implica la integración de personas educadas en culturas muy distintas a la occidental. 
Antes debo advertir que la integración social de los individuos no siempre evita la génesis del fanatismo ni la propagación de proyectos totalitarios. La prueba está, por ejemplo, en la Alemania de los años treinta. No se puede dudar de que los miles de personas que se alistaron en el partido nazi y los millones que lo sostuvieron en el poder estaban plenamente integrados en la sociedad alemana, pero siguieron con entusiasmo los delirios de Hitler para imponer al resto del mundo el gobierno de una raza superior -un pueblo elegido (elegido por sí mismo, claro está)-.
Quienes defendemos sociedades laicas (civiles), heterogéneas, democráticas y tolerantes preguntamos con cierto sentimiento de culpa si son lo suficientemente abiertas como para poder admitir a miles de personas procedentes de culturas extrañas y facilitar los diversos grados de integración (aceptación, coexistencia, convivencia, mezcla, fusión). Otro asunto pertinente es preguntar hasta dónde es posible esa apertura sin llegar a desnaturalizar la sociedad que los admite y si estamos dispuestos a aceptar las consecuencias que de ello se deriven, como que pueda surgir una sociedad cultural y racialmente distinta de la actual.
En el caso de los musulmanes y particularmente de los islamistas, es decir de quienes hacen de su credo la principal o la única seña de su identidad personal, hay algunos rasgos de su cultura que son serios obstáculos para lograr su integración en sociedades abiertas. Con ello no afirmo que sea imposible, sino que es difícil.
En primer lugar está la preeminencia de la religión, que impregna a la cultura y también a la política. El ideal de los más fanáticos está en unir la religión y la política, o que esta sea un simple vehículo de la primera, lo mismo que el derecho; la ley islámica (la sharia) debe inspirar la política, la cultura, el derecho y la justicia y la vida cotidiana. Pero, si la religión impregna todas las actividades de la gente la religión se convierte en un asunto de Estado y no existe la sociedad civil sino la comunidad de creyentes. Es ese el objetivo final de los islamistas, crear una “umma”, una comunidad de creyentes en todo el mundo, mediante la yihad. 
En interpretaciones del Corán más moderadas los musulmanes pueden convivir con seguidores de otras religiones, en otras etapas de la historia lo han hecho, aun cobrando un peaje, pero hoy, en los seguidores más intransigentes la tolerancia hacia otros credos ha desaparecido. Como consecuencia, hay otro rasgo de gran importancia ideológica en los sujetos más fanáticos, que es el de considerarse superiores. Son fieles seguidores de Mahoma, el profeta de Alá, cuya palabra es incuestionable, el resto son seres inferiores, infieles, cristianos, judíos, ateos o musulmanes degenerados, tratados incluso enemigos que deben ser convertidos o destruidos.
En segundo lugar, existe una noción vertical y jerárquica del orden social, donde la autoridad suprema la ostentan los clérigos, hombres entregados por completo a la difusión y mantenimiento de la fe y a vigilar el cumplimiento de sus preceptos. 
El sentido vertical de la autoridad se traslada al ámbito político, al gobierno de los hombres, y al ámbito doméstico a través de una estructura patriarcal, donde las mujeres no cuentan y están a expensas de la decisión de sus padres, maridos, hermanos, tíos o primos, que deciden por ellas. Es un modelo familiar natalista, orientado a la procreación, donde a las mujeres se les asigna la tarea de ser el reposo del marido y la de parir hijos varones. El honor de los hombres ante terceros depende de que las mujeres cumplan estrictamente ese cometido, de ahí viene la vigilancia, la ocultación de su cuerpo a los ojos de otros hombres y la identificación pública a través de la indumentaria. Las mujeres deben poder ser controladas en todo momento, tanto por los hombres de su familia o de su clan, como por terceros. El honor familiar perdido exige costosas reparaciones en forma de repudio familiar (en Europa), de castigos e incluso la muerte de la transgresora en países más rigoristas, pues los hombres, para serlo de verdad, deben demostrar que son capaces de vigilar a sus mujeres, como el pastor debe vigilar a sus ovejas.
En tercer lugar está la estructura comunal que extiende un cerco en torno al individuo, cuya existencia no se concibe fuera de ella. Esta estructura choca con los valores occidentales como los derechos individuales y la autonomía de las personas. 
Como herencia de la estructura tribal, costumbres, rituales religiosos y hábitos de vida, vestimenta y alimentación configuran un comunitario modo de ser y de estar, que condiciona las decisiones de los miembros, en particular si son mujeres. Esta dependencia se atenúa en las generaciones nacidas en países occidentales, sobre todo en los varones, y crea un gran vacío, que puede ser rellenado con una nueva comunidad de fe aún más intransigente que la anterior. Se diría que quienes proceden de una cultura con fuertes lazos comunales y autoritarios temen la autodeterminación personal, lo que Eric Fromm llamaba el miedo a la libertad y en cierta medida el miedo a la soledad de los individuos; les asusta el propósito de dar sentido a su propia vida y asumir las consecuencias de sus actos sin la orientación de una autoridad incontestable y la cooperación de la comunidad.  
Con todo esto no me olvido de las dificultades que existen en las sociedades occidentales para integrar a sus propios miembros (autóctonos), en particular a las generaciones más jóvenes, ni niego la existencia de barreras estructurales (de renta, edad, raza, educación, sexo, género), que dificultan y en no pocos casos impiden la integración. No en balde, además de abiertas, democráticas y tolerantes, las sociedades occidentales son económicamente desigualitarias y mercantiles. Pero eso, hoy no toca.


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