Good morning, Spain, que es different
Con sentido autocrítico, en
Europa solemos considerar la deficiente integración de los musulmanes en nuestras
sociedades como una de las causas de los atentados islamistas. Otra causa es el
efecto de la política exterior (económica, militar, geoestratégica) de los
países desarrollados sobre terceros, pero esa, por ahora, me interesa menos que
la reflexión sobre las dificultades que implica la integración de personas
educadas en culturas muy distintas a la occidental.
Antes debo advertir que la
integración social de los individuos no siempre evita la génesis del fanatismo
ni la propagación de proyectos totalitarios. La prueba está, por ejemplo, en la
Alemania de los años treinta. No se puede dudar de que los miles de personas
que se alistaron en el partido nazi y los millones que lo sostuvieron en el
poder estaban plenamente integrados en la sociedad alemana, pero siguieron con
entusiasmo los delirios de Hitler para imponer al resto del mundo el gobierno
de una raza superior -un pueblo elegido (elegido por sí mismo, claro está)-.
Quienes defendemos sociedades laicas
(civiles), heterogéneas, democráticas y tolerantes preguntamos con cierto
sentimiento de culpa si son lo suficientemente abiertas como para poder admitir
a miles de personas procedentes de culturas extrañas y facilitar los diversos
grados de integración (aceptación, coexistencia, convivencia, mezcla, fusión).
Otro asunto pertinente es preguntar hasta dónde es posible esa apertura sin
llegar a desnaturalizar la sociedad que los admite y si estamos dispuestos a aceptar
las consecuencias que de ello se deriven, como que pueda surgir una sociedad
cultural y racialmente distinta de la actual.
En el caso de los musulmanes y
particularmente de los islamistas, es decir de quienes hacen de su credo la
principal o la única seña de su identidad personal, hay algunos rasgos de su
cultura que son serios obstáculos para lograr su integración en sociedades
abiertas. Con ello no afirmo que sea imposible, sino que es difícil.
En
primer lugar está la preeminencia de la religión, que impregna a la cultura y
también a la política. El ideal de los más fanáticos está en unir la religión y
la política, o que esta sea un simple vehículo de la primera, lo mismo que el
derecho; la ley islámica (la sharia) debe inspirar la política, la cultura, el
derecho y la justicia y la vida cotidiana. Pero, si la religión impregna todas
las actividades de la gente la religión se convierte en un asunto de Estado y
no existe la sociedad civil sino la comunidad de creyentes. Es ese el objetivo
final de los islamistas, crear una “umma”, una comunidad de creyentes en todo
el mundo, mediante la yihad.
En interpretaciones del Corán más
moderadas los musulmanes pueden convivir con seguidores de otras religiones, en
otras etapas de la historia lo han hecho, aun cobrando un peaje, pero hoy, en
los seguidores más intransigentes la tolerancia hacia otros credos ha
desaparecido. Como consecuencia, hay otro rasgo de gran importancia ideológica
en los sujetos más fanáticos, que es el de considerarse superiores. Son fieles
seguidores de Mahoma, el profeta de Alá, cuya palabra es incuestionable, el
resto son seres inferiores, infieles, cristianos, judíos, ateos o musulmanes
degenerados, tratados incluso enemigos que deben ser convertidos o destruidos.
En
segundo lugar, existe una noción vertical y jerárquica del orden social, donde
la autoridad suprema la ostentan los clérigos, hombres entregados por completo
a la difusión y mantenimiento de la fe y a vigilar el cumplimiento de sus
preceptos.
El sentido vertical de la
autoridad se traslada al ámbito político, al gobierno de los hombres, y al
ámbito doméstico a través de una estructura patriarcal, donde las mujeres no
cuentan y están a expensas de la decisión de sus padres, maridos, hermanos,
tíos o primos, que deciden por ellas. Es un modelo familiar natalista,
orientado a la procreación, donde a las mujeres se les asigna la tarea de ser
el reposo del marido y la de parir hijos varones. El honor de los hombres ante terceros
depende de que las mujeres cumplan estrictamente ese cometido, de ahí viene la
vigilancia, la ocultación de su cuerpo a los ojos de otros hombres y la
identificación pública a través de la indumentaria. Las mujeres deben poder ser
controladas en todo momento, tanto por los hombres de su familia o de su clan,
como por terceros. El honor familiar perdido exige costosas reparaciones en
forma de repudio familiar (en Europa), de castigos e incluso la muerte de la
transgresora en países más rigoristas, pues los hombres, para serlo de verdad,
deben demostrar que son capaces de vigilar a sus mujeres, como el pastor debe
vigilar a sus ovejas.
En
tercer lugar está la estructura comunal que extiende un cerco en torno al
individuo, cuya existencia no se concibe fuera de ella. Esta estructura choca
con los valores occidentales como los derechos individuales y la autonomía de
las personas.
Como herencia de la estructura
tribal, costumbres, rituales religiosos y hábitos de vida, vestimenta y
alimentación configuran un comunitario modo de ser y de estar, que condiciona
las decisiones de los miembros, en particular si son mujeres. Esta dependencia
se atenúa en las generaciones nacidas en países occidentales, sobre todo en los
varones, y crea un gran vacío, que puede ser rellenado con una nueva comunidad
de fe aún más intransigente que la anterior. Se diría que quienes proceden de una
cultura con fuertes lazos comunales y autoritarios temen la autodeterminación
personal, lo que Eric Fromm llamaba el miedo a la libertad y en cierta medida
el miedo a la soledad de los individuos; les asusta el propósito de dar sentido
a su propia vida y asumir las consecuencias de sus actos sin la orientación de una
autoridad incontestable y la cooperación de la comunidad.
Con todo esto no me olvido de
las dificultades que existen en las sociedades occidentales para integrar a sus
propios miembros (autóctonos), en particular a las generaciones más jóvenes, ni
niego la existencia de barreras estructurales (de renta, edad, raza, educación,
sexo, género), que dificultan y en no pocos casos impiden la integración. No en
balde, además de abiertas, democráticas y tolerantes, las sociedades
occidentales son económicamente desigualitarias y mercantiles. Pero eso, hoy no
toca.
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