sábado, 25 de febrero de 2023

Putin, rancio

 Se cumple un año -ojalá sea el último- del comienzo de la invasión de territorio ucraniano por tropas rusas. Invasión no culminada, es decir, sólo iniciada y detenida por la resistencia del ejército y la ciudadanía de Ucrania.

Podría pensarse que las tropas rusas han conquistado el territorio que, en verdad, pretendían dominar, que son las provincias orientales, pegadas a la frontera rusa, pero no es así: el objetivo de la “operación militar especial” era conquistar todo el país. Putin lo ha repetido a lo largo de este año y lo ha recalcado en una larga alocución especial con motivo del aniversario: Ucrania es territorio histórico de Rusia.

De momento no lo es; no sabremos si lo será y ni lo que resultare de la guerra, más destructiva que otra cosa, pues la evolución de los hechos hace dudar del verdadero motivo de la ofensiva, con nula persuasión y mucha destrucción de objetivos civiles, como si el fin expreso -la conquista para “desnazificar”- tuviera un plan B, mantenido en secreto, que fuera reducir el país a escombros en caso de no poder conquistarlo. Algo así como establecer que Ucrania será territorio ruso o dejará de existir, que coincide con las “soluciones” de algunos ideólogos rusos sobre la suerte que espera al país vecino en caso de ser derrotado, que debe ser “desnazificado por completo”, perdiendo todos sus rasgos e incluso el nombre, para ser engullido por el nuevo orden ruso, que se parece tanto al viejo. Esa será la recompensa del vencedor.

Como confirmación de ese propósito, Putin anunció que dejaba en suspenso el último acuerdo sobre el control de armas nucleares que mantiene vigente con Estados Unidos y ordenó reanudar los bombardeos sobre objetivos civiles. No se puede vencer a Rusia en el campo de batalla, recalcó en la sesión.

Pero hay otra parte de sus discursos de los últimos días, quizá guardada para el aniversario, que se refiere a asuntos que desbordan el ámbito de la guerra y aun de la política y caen de lleno en el terreno de la vida civil, de la conducta individual, de la moral privada y de la moral pública, o, mejor dicho, de la vigilancia pública de la moral privada, atribuyendo al Estado unas funciones que en países teocráticos ejercen policías y juzgados especiales. En esa parte tan rancia, cuesta separar al político del fanático religioso, al presidente del patriarca, al Papa del zar, en palabras del viejo Manifiesto. Lo cual es un exponente de la profunda crisis de identidad que atraviesa la sociedad rusa y, en particular, su clase dirigente, la nueva y vieja “nomenklatura”, desorientada ante un mundo que no entiende y un futuro impredecible -hace tiempo que se acabó el éxito del optimismo histórico del manual estaliniano-, al que no sabe como hacer frente ni qué papel puede jugar en él, y recurre al pasado imperial en busca de referencias.     

Putin se erige no sólo en libertador de una Ucrania sometida por un “gobierno de nazis”, sino en defensor de la moral tradicional, de la familia patriarcal, de la religión y de Dios, ante las degeneradas costumbres de Occidente, donde, según él, se obliga a los sacerdotes a celebrar matrimonios de personas del mismo sexo y la pedofilia es norma de vida.

Ante una Europa degenerada, Rusia aparece como reserva espiritual de Occidente. En consecuencia, en Ucrania, no se libra únicamente una guerra por defender la independencia de un país de la agresión de un vecino más poderoso, sino también la defensa de un modo de vida, de un régimen político, un modelo de sociedad y de gobierno.

Quizá, estemos asistiendo, en un lugar concreto del mapa mundial, al choque de dos civilizaciones; una en franca y larga descomposición y otra despuntando de forma tan rápida como confusa.

Frente a una Ucrania europea, “contaminada” por la modernidad, las libertades civiles, la democracia, la tolerancia y el laicismo, el viejo agente de la KGB, sin Estado estaliniano al que servir, encuentra su razón de existir defendiendo, con otros nombres, la vuelta a la Rusia ancestral, clerical y envejecida, agraria y autoritaria, de siervos y boyardos, de kulaks y de mujiks, que Lenin odiaba.

Ideológicamente, Putin habla como un talibán eslavo, defendiendo los valores de la Rusia eterna, que es la de los popes y los zares.

23/2/2023 para El obrero.es

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