Al concluir la campaña electoral en Castilla-León, las encuestas matizan el inicial apoyo al Partido Popular. No indican que vaya a perder las elecciones, pero es posible que no gane por goleada, que es lo que pretendía. Por lo menos, lo que Casado pretendía, porque lo necesita.
Casado
quiere ser presidente; es un botarate, pero quiere ser presidente. Es joven,
sueña y tiene aspiraciones, pero no tiene madera; no da la talla como
dirigente, imita a los jefes, pero lo hace mal; no percibe el momento político,
porque es dogmático y va a piñón fijo -no, no, no; bronca, bronca, bronca-,
tiene desconcertado a un sector del PP con tantos noes, escoge mal a sus
aliados y maltrata al que más necesita; se acerca a Vox y luego huye, pero le
imita, y anda de acá para allá como pollo sin cabeza. Y más importante todavía,
carece de programa. Él cree que gritar a Sánchez y acusarle de tener amistadas
poco fiables y hacer cosas que el PP ha hecho en otros momentos, le exime de
tener programa. Y no es así; el programa es necesario, aunque sea tan falso
como el de Rajoy, que llevado a la práctica resultó ser lo contrario de lo que
había dicho antes. Ya se lo advirtió Aznar bien clarito -Llegar a la
Moncloa, ¿para qué?-, pero Casado no se dio por aludido.
Y es
que quiere ser presidente; cree que ya le toca, porque lleva mucho tiempo de
meritorio.
Nota
el aliento de Ayuso en la nuca y ve el crecimiento de Vox y eso aumenta la
tensión y la prisa por llegar a la meta, pero para alcanzarla necesita los
triunfos que no obtiene enfrentándose a Sánchez, que es un tipo frío y correoso,
que, a pesar de la precariedad de su gobierno y la calculada deslealtad de sus
socios, está logrando aprobar presupuestos y sacar adelante reformas que
parecían imposibles y afrontando, al mismo tiempo, la pandemia del covid, para
la cual, Casado ha carecido de estrategia en positivo, salvo tres propuestas
aisladas, que, en el tiempo, han sido bajar los impuestos, declarar una jornada
de luto nacional y proponer una ley de pandemias. Esta, más acertada, ya al
final, esperando que, con una ley nacional, Sánchez logre hacer de Ayuso, lo
que él no ha conseguido hasta ahora, pues la teme, pero la necesita.
Casado
necesita triunfos, y Ayuso los tiene; tiene un triunfo electoral reciente y
tiene caché en el PP y más a la derecha.
En
esta situación, Casado prepara su estrategia imitando la de Madrid; se trata de
adelantar las elecciones autonómicas y sorprender al adversario, y de paso al
socio para librarse de él, y ganarlas, primero, en Castilla-León; luego convocar
en Andalucía, y ganarlas, con eso y la victoria en Madrid, ganar las
autonómicas de 2023 y, así, de triunfo en triunfo, llegar a la Moncloa. Es como
un niño, que sigue los pasos del cuento de la lechera sin haber leído el final.
¿Y qué
hacer en la campaña electoral castellana? ¡Vaya pregunta! Pues lo que salga; lo
mismo que ahora: criticar a Sánchez, orillar los problemas regionales y plantar
cara al gobierno central, ya que no se trata de responder de lo hecho y atender
necesidades de Castilla y León, donde el PP lleva décadas gobernando, sino
salvar a España de un gobierno bolivariano y sacarla de la etapa más oscura de
su historia. Los temas de debate, o sea, de bronca, los proporcionarán la torpeza
y la maldad del propio Gobierno, o sus socios, o ETA y sus presos, o los
indultos del “procés” o Maduro, pues todo vale contra Sánchez, que es la pieza a
abatir desde cualquier rincón de España donde gobierne el PP, convertido en un
fortín contra la Moncloa. Y así se ha hecho.
La
campaña empezó con la encendida defensa de la calidad de la carne, de las
granjas y macrogranjas, con una mentira sobre lo que no dijo el ministro de
Consumo, que sirvió para no hablar de lo que había hecho Mañueco sobre el tema
y acusar al Gobierno de cosas que ni había dicho ni tenía intención de hacer. Pero
una vez tomado ese camino tan propicio a la confusión y a la demagogia, la
campaña adoptó un aire bucólico y rural y devino en peregrinación de altos
cargos del PP llegados como refuerzo -O viene Ayuso o perdemos- por
granjas y criaderos, secaderos de jamones, prados, cebaderos y rediles, con escenarios
propicios para posar en fotografías con animales domésticos -¡Mi reino por una
vaca!-, con el riesgo de convertir el PP en un partido pastoril -¡A ver, niño,
acércame esa oveja!-.
Como
resultado de estos recorridos, los votantes se han enterado de que en Castilla
surgió la Hispanidad, que es el acontecimiento humano más importante desde la
romanización, de que Ciudadanos es el culpable del adelanto electoral, de que
les amenaza algo peor que un gobierno Frankenstein, de que Zapatero no quiere viajar
a Venezuela, por eso Casado se lo pide con vehemencia; de que ni la carne es
mala, ni el azúcar es veneno, ni el vino es droga. Y de que se ha atacado la
remolacha, y ahí Casado se pudo meter en un lío al mentar la remolacha en la
tierra de Onésimo Redondo.
Al final de la campaña, en la
que han salido a colación los Reyes Católicos e incluso el conde Drácula (todo
sea por halagar a la nobleza), el PP ha señalado a castellanos y leoneses los
dilemas a los que deben dar respuesta en las urnas.
Uno es el de la guerra fría,
planteado por Ayuso con la consigna “comunismo o libertad”. La presidenta de la
Comunidad de Madrid tiene un repertorio corto, pero imperecedero. O la trampa
balcánica, desvelada por Casado, que lleva a elegir entre un gobierno del PP o
de los amigos de Bildu y Esquerra. O el dilema aún mayor de hacer frente a un
futuro apocalíptico: un gobierno del PP o el caos.
Vale, pero mientras tanto, ¿qué hacemos con la remolacha?
12 de febrero, 2022
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