lunes, 20 de mayo de 2019

O nacionalista o de izquierda


Aquí y ahora no se puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierda. Quizá en otro momento sí fue posible o incluso necesario; no lo discuto. Quizá en otros lugares, en otros países y en otras circunstancias, los proyectos de la izquierda y del nacionalismo hayan podido andar parejos o incluso compartir un objetivo común; es posible. Pero hoy, aquí y ahora, en España, no se puede ser a la vez nacionalista y de izquierda, porque sus objetivos chocan; no sólo no convergen sino que se oponen, son contradictorios.
Desde hace décadas, el nacionalismo no es un aliado para la izquierda sino un foco de problemas, un elemento de distorsión ideológica y de confusión política; un artero y desleal adversario, que actúa como una máquina de picar carne destruyendo el programa social e igualitario, civil y moderno de la izquierda, y triturándolo bajo la muela de lo natural, lo ancestral, lo identitario y, presuntamente, auténtico, pero subordinado al injusto orden emanado del centralismo estatal. Una vez picado su programa, lo engulle y lo asimila y lo pone al servicio de un victimismo cultivado con tesón.
A las izquierdas españolas les cuesta afrontar la realidad del país, se pierden en mirar cada uno de los árboles, por lo general sauces llorones, pero no ven el conjunto del bosque; no saben ubicar correctamente la tensión entre la unidad y la diversidad, entre las partes y el todo; entre lo común y compartido y lo particular y privativo, en lo que es realmente el país, porque una persistente idea les lleva a confundir España con la imagen de ella legada por el régimen de Franco.
El inesperado legado de la pertinaz propaganda franquista ha sido hacer creer a buena parte de la izquierda, en particular a la más radical, que el carácter temporal del régimen expresaba la esencia imperecedera del país, que España era como la dictadura y que su historia verdadera era el relato de los mitos de la Cruzada.
Ante lo cual, esa izquierda antifranquista no reaccionó racionalmente contra los mitos sino de forma emotiva, pues rechazó los mitos franquistas pero acabó aceptando los mitos de los nacionalismos periféricos, que, en parte, pero sólo en parte, como mitos de clase, se le oponían.
De lo cual resultaba una curiosa y arbitraria distinción: la derecha española era heredera del franquismo, autoritaria, retrógrada y centralista, y las derechas nacionalistas, vasca, gallega y catalana eran democráticas, progresistas y antifranquistas. La elección estaba clara.
La consecuencia de ello ha sido que la izquierda más opuesta a la dictadura fue derrotada y subsumida por las derechas refugiadas en el nacionalismo periférico. La descarnada derecha del Partido Popular, con su desigualitario programa, ayuda, por reacción, a la izquierda a mantener su proyecto, pero su centralismo incide en la débil noción del Estado que padece buena parte de la izquierda y suscita la reacción opuesta, la tendencia hacia la periferia, circunstancia que las derechas nacionalistas utilizan en su favor.
Desaparecidos los proyectos de la izquierda y la extrema izquierda de tendencia comunista en favor de los nacionalismos periféricos, la "nueva" izquierda ha nacido aceptando como un dato incuestionable esa dependencia ideológica, con lo cual está atrapada en la defensa del nacionalismo burgués como las moscas en la miel.
Esta izquierda se ha sumado a las versiones locales del lamento joseantoniano -“me duele España”- con una retahíla de jeremiadas del mismo estilo -“me duele Cataluña”, “me duele Euskadi”, “me duele Galicia”, “me duele Andalucía”, etc-; es decir, me duele cualquier región o, mejor, cualquier nación, menos España, que no puede doler porque no existe. Hemos vuelto a 1949, a “España como problema”, o incluso más atrás.
España, cuando no se puede evitar nombrarla, es sólo el nombre impostado de una entidad jurídica y una maquinaria administrativa, que es el Estado; una superestructura hueca sin calor humano, privada de habitantes, de verdadera nación, y poblada por obedientes funcionarios, que cumplen como autómatas la burocrática labor de ayudar a la derecha centralista a gobernar despóticamente sobre las naciones que habitan la Península Ibérica. El español es un Estado sin pueblo, sin nación propia; una nación fallida pero con un Estado real, que asfixia a las verdaderas naciones que mantiene bajo su dominación y que aspiran a tener sus propios estados.
El ideario nacionalista aduce que, una vez liberada de la oprobiosa tutela del Estado español, surgirá sin límites la auténtica expresión de esos pueblos, sus identidades milenarias, sus historias particulares, sus lenguas, sus costumbres ancestrales, los rasgos peculiares y sus preferencias verdaderas, hoy sofocadas por el persistente centralismo franquista.
Hay una izquierda, o más de una, que afirma que hay que ayudar a que eso sea cierto, a que las oprimidas naciones, indeterminadas en número, se manifiesten con toda su pujanza y decidan en referéndum sobre el artificial conjunto, pues lo valioso es la diversidad, que hay que mantener a toda costa, aunque económicamente sea conveniente llegar a ciertos acuerdos de cooperación, por supuesto, voluntarios, para construir algo mayor pero sin condicionar el poder de lo local, natural y verdadero.
Es una teoría del Estado que en la nueva izquierda coincide con la teoría del Partido, en la cual es decisiva la confluencia de las partes. Confluencia es la palabra mágica que produce la unidad a partir de la dispersión y la ruptura. El Estado debe ser resultado de la libre confluencia de naciones soberanas, y el Partido será el resultado de la libre confluencia de grupos políticos nacionales, regionales y locales.
El origen tal teoría puede ser el intento de justificar la impotencia o la falta de capacidad para fundar un partido estructurado o bien la aplicación de un viejo principio que la izquierda sigue al pie de la letra desde hace décadas: divide y perderás.

20/5/2019


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