Como un efecto del movimiento sísmico desatado por la fracasada moción de censura en Murcia, que ha provocado la convocatoria de elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias ha abandonado el Gobierno central para dedicarse a promover la candidatura matritense de Unidas-Podemos.
Deja la
vicepresidencia de Derechos Sociales con un escueto balance de su breve mandato,
pues no se puede esperar un resultado positivo donde antes ha faltado actividad
o ésta ha sido marginal respecto a sus competencias. Queda, sí, el esfuerzo
vertido en intentar limitar por ley el precio de los alquileres y en la renta
mínima de inserción, bastante mínima y tan llena de disuasorios requisitos que
los buenos propósitos que la animan chocan con la paralizante burocracia de un
Estado demediado. Pero de ello no se colige que, en este tiempo, Iglesias haya
permanecido pasivo y, sobre todo, callado.
Al
contrario, fingiendo creer que estaba en un gobierno paritario, cuando el PSOE
tiene 120 diputados en el Congreso y U-P tiene sólo 35, Iglesias ha querido brillar
con luz propia en una sobrevenida portavocía, que le ha servido de plataforma
para enmendar la plana a Pedro Sánchez y otros compañeros del Gobierno, que bien
merecen correctivos, pero no la persistente zancadilla de su socio principal, aliado
frecuentemente con otros cuestionables apoyos, tan minoritarios como poco
fiables, cuyos esfuerzos se han sumado al propósito destructor de la desleal
oposición de la derecha tradicional, que ha cumplido, como se esperaba, con ese
execrable papel de impedir gobernar si el PP no gobierna, que ya forma parte de
su identidad, y de Vox, su hermano separado, que exagera los rasgos de familia hasta
la caricatura.
Para
mostrar a los suyos que guarda una prudente distancia respecto al PSOE y al
país que comparte y gobierna, Iglesias, investido como celoso vigilante de la
ortodoxia del populismo de izquierda, ha compaginado la labor de gobernar y
hacer oposición. Un Jano bifronte que aumenta la perplejidad de quienes, desde
el extranjero, perciben la extraña y costosa manera española de hacer frente a
la pandemia volviendo a los usos de un país ancestral de taifas y bellidos, hoy
llamados tránsfugas.
El ya
exvicepresidente ha dedicado un tiempo precioso a opinar sobre asuntos que
provocan ríos de tinta y revuelven las tertulias, como nacionalizar el sector
eléctrico o el farmacéutico, establecer un control democrático sobre los medios
de información, solicitar el indulto para los presos del “procés”, echar un
cable al fugado Puigdemont y cotejarlo con los exiliados de la guerra civil, en
detrimento de estos, claro, sumarse a Bildu y a los secesionistas catalanes en
el ataque al “régimen del 78” por un quítame allá esas pajas, defender el
insensato proyecto de las repúblicas ibéricas como alternativa a la monarquía o
defender a un rapero malencarado y a sus enardecidos seguidores. Todos ellos
asuntos que podían haber sido señalados por alguien de su partido, pero fuera
del Gobierno.
Aun con
todo, no dejan de ser palabras, cuestiones de opinión y oportunidad -o de oportunismo,
más bien-, pero menores en comparación con las que le han correspondido como atribuciones
del cargo, pues, por el resultado de su gestión, parece poco consciente de la
importancia de lo que tenía encomendado.
Al
lado de los ministerios de relumbrón, de los ministerios dedicados a los asuntos
de más enjundia, un ministerio Derechos Sociales, aunque revestido de una
vicepresidencia, parece poca cosa; un cargo más bien honorífico, con ambiguas
competencias y escaso contenido.
Opinión
que comparte mucha gente, pero no es así, sino al contrario, pues, en un país
de desigualdad creciente y oportunidades menguantes para las clases
subalternas, el Ministerio de Derechos Sociales, de derechos constitucionales difíciles de ejercer, tiene mucha importancia,
porque es un ministerio escoba, que recoge lo que queda de la actividad que se
escapa de las competencias de otros ministerios; es un ministerio dedicado a
recomponer los desperfectos del modelo productivo, a atender las necesidades de
los residuos de la sociedad productiva y de la población “superflua”.
En
realidad, es un ministerio dedicado a combatir la desigualdad que exceda las
competencias del Ministerio de Igualdad; es decir, la desigualdad en general.
El de Derechos Sociales es también un ministerio dedicado a atender a las
víctimas de otros procesos: víctimas de la dominación del gran capital sobre el
trabajo, de la especulación del suelo, del capitalismo salvaje, del mercado
desregulado, de la hegemonía financiera, de los que no se han recuperado de la
Gran Recesión de 2008 y de los más golpeados por los efectos económicos de la
pandemia.
Es el
Ministerio de los que malviven hacinados entre las paredes de los pisos-patera
y los que malviven en la calle guarecidos por cartones, de los usuarios de los
albergues de caridad, de los que forman las colas del hambre, del banco de
alimentos y los comensales de las ollas de barrio; de quienes dependen de la
ayuda de parientes y vecinos; del precariado, de los parados de larga duración,
de los enfermos, los discapacitados y los dependientes; de los ancianos con
bajas pensiones y los migrantes sin papeles; de las víctimas de la economía sumergida,
de los bajos salarios, los contratos basura y los empleos de mierda; de la
pobreza severa, de la pobreza energética y de la otra; de los que, cada día, se
buscan la vida cómo y dónde pueden, y reproducen el milagro de sobrevivir
trampeando con ocupaciones minúsculas en esta España de Galdós, Baroja y Valle
Inclán, o de Buñuel y Berlanga, a la que hemos regresado.
Lo que
Iglesias tenía por delante y no asumió era la ciclópea labor de un reformista,
fuera monárquico o republicano, central o autonómico, amante del rap o de la
polca, propia de un Ministerio de los Desheredados, de un Ministerio de los
Condenados del País, en una definición propia de Franz Fanon, de un buñuelesco Ministerio
de los Olvidados, de un Ministerio de la Solidaridad o de un Ministerio de la
Deuda que tenemos contraída con los que menos reciben en el desigual reparto de
la riqueza producida colectivamente. Pero, por no haberlo intentado, ni
siquiera ha sido el Ministerio de la Impotencia, como llamaba Marx al ministerio
de Luis Blanc, sino un Ministerio de la Incompetencia.
Desde
su altísimo cargo, Iglesias, con los poderes con los que estaba investido,
aunque le parecían pocos, debería haber recorrido el país de cabo a rabo o
utilizado todos los medios alternativos posibles para encontrarse con
consejeros autonómicos, alcaldes y concejales, asociaciones, parroquias, organizaciones
no gubernamentales, redes de solidaridad y, desde luego, con los beneficiarios,
para conocer de primera mano el ejercicio local de los derechos sociales. Y en mesas,
encuentros y puestas en común, si ello era posible, promover estudios y llegar
a un libro blanco (o negro) sobre la desigualdad en el ejercicio de derechos, fundamentales,
que sirviera de punto de partida para hacerle frente de manera concertada en
una comisión interterritorial o similar. Pero no ha existido tal intento. Iglesias
abandona la tarea propia de un gran reformador y va a buscar un lugar de
privilegio como agitador en la brega electoral, donde espera obtener más
rendimiento a su profesoral retórica y a su telegenia, en un intento de achicar
en un buque que hace agua. Pues, buen viaje, señoría.
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