domingo, 4 de abril de 2021

Buen viaje, señoría

Como un efecto del movimiento sísmico desatado por la fracasada moción de censura en Murcia, que ha provocado la convocatoria de elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias ha abandonado el Gobierno central para dedicarse a promover la candidatura matritense de Unidas-Podemos.

Deja la vicepresidencia de Derechos Sociales con un escueto balance de su breve mandato, pues no se puede esperar un resultado positivo donde antes ha faltado actividad o ésta ha sido marginal respecto a sus competencias. Queda, sí, el esfuerzo vertido en intentar limitar por ley el precio de los alquileres y en la renta mínima de inserción, bastante mínima y tan llena de disuasorios requisitos que los buenos propósitos que la animan chocan con la paralizante burocracia de un Estado demediado. Pero de ello no se colige que, en este tiempo, Iglesias haya permanecido pasivo y, sobre todo, callado.

Al contrario, fingiendo creer que estaba en un gobierno paritario, cuando el PSOE tiene 120 diputados en el Congreso y U-P tiene sólo 35, Iglesias ha querido brillar con luz propia en una sobrevenida portavocía, que le ha servido de plataforma para enmendar la plana a Pedro Sánchez y otros compañeros del Gobierno, que bien merecen correctivos, pero no la persistente zancadilla de su socio principal, aliado frecuentemente con otros cuestionables apoyos, tan minoritarios como poco fiables, cuyos esfuerzos se han sumado al propósito destructor de la desleal oposición de la derecha tradicional, que ha cumplido, como se esperaba, con ese execrable papel de impedir gobernar si el PP no gobierna, que ya forma parte de su identidad, y de Vox, su hermano separado, que exagera los rasgos de familia hasta la caricatura.

Para mostrar a los suyos que guarda una prudente distancia respecto al PSOE y al país que comparte y gobierna, Iglesias, investido como celoso vigilante de la ortodoxia del populismo de izquierda, ha compaginado la labor de gobernar y hacer oposición. Un Jano bifronte que aumenta la perplejidad de quienes, desde el extranjero, perciben la extraña y costosa manera española de hacer frente a la pandemia volviendo a los usos de un país ancestral de taifas y bellidos, hoy llamados tránsfugas. 

El ya exvicepresidente ha dedicado un tiempo precioso a opinar sobre asuntos que provocan ríos de tinta y revuelven las tertulias, como nacionalizar el sector eléctrico o el farmacéutico, establecer un control democrático sobre los medios de información, solicitar el indulto para los presos del “procés”, echar un cable al fugado Puigdemont y cotejarlo con los exiliados de la guerra civil, en detrimento de estos, claro, sumarse a Bildu y a los secesionistas catalanes en el ataque al “régimen del 78” por un quítame allá esas pajas, defender el insensato proyecto de las repúblicas ibéricas como alternativa a la monarquía o defender a un rapero malencarado y a sus enardecidos seguidores. Todos ellos asuntos que podían haber sido señalados por alguien de su partido, pero fuera del Gobierno.   

Aun con todo, no dejan de ser palabras, cuestiones de opinión y oportunidad -o de oportunismo, más bien-, pero menores en comparación con las que le han correspondido como atribuciones del cargo, pues, por el resultado de su gestión, parece poco consciente de la importancia de lo que tenía encomendado.

Al lado de los ministerios de relumbrón, de los ministerios dedicados a los asuntos de más enjundia, un ministerio Derechos Sociales, aunque revestido de una vicepresidencia, parece poca cosa; un cargo más bien honorífico, con ambiguas competencias y escaso contenido.

Opinión que comparte mucha gente, pero no es así, sino al contrario, pues, en un país de desigualdad creciente y oportunidades menguantes para las clases subalternas, el Ministerio de Derechos Sociales, de derechos constitucionales  difíciles de ejercer, tiene mucha importancia, porque es un ministerio escoba, que recoge lo que queda de la actividad que se escapa de las competencias de otros ministerios; es un ministerio dedicado a recomponer los desperfectos del modelo productivo, a atender las necesidades de los residuos de la sociedad productiva y de la población “superflua”.

En realidad, es un ministerio dedicado a combatir la desigualdad que exceda las competencias del Ministerio de Igualdad; es decir, la desigualdad en general. El de Derechos Sociales es también un ministerio dedicado a atender a las víctimas de otros procesos: víctimas de la dominación del gran capital sobre el trabajo, de la especulación del suelo, del capitalismo salvaje, del mercado desregulado, de la hegemonía financiera, de los que no se han recuperado de la Gran Recesión de 2008 y de los más golpeados por los efectos económicos de la pandemia.

Es el Ministerio de los que malviven hacinados entre las paredes de los pisos-patera y los que malviven en la calle guarecidos por cartones, de los usuarios de los albergues de caridad, de los que forman las colas del hambre, del banco de alimentos y los comensales de las ollas de barrio; de quienes dependen de la ayuda de parientes y vecinos; del precariado, de los parados de larga duración, de los enfermos, los discapacitados y los dependientes; de los ancianos con bajas pensiones y los migrantes sin papeles; de las víctimas de la economía sumergida, de los bajos salarios, los contratos basura y los empleos de mierda; de la pobreza severa, de la pobreza energética y de la otra; de los que, cada día, se buscan la vida cómo y dónde pueden, y reproducen el milagro de sobrevivir trampeando con ocupaciones minúsculas en esta España de Galdós, Baroja y Valle Inclán, o de Buñuel y Berlanga, a la que hemos regresado. 

Lo que Iglesias tenía por delante y no asumió era la ciclópea labor de un reformista, fuera monárquico o republicano, central o autonómico, amante del rap o de la polca, propia de un Ministerio de los Desheredados, de un Ministerio de los Condenados del País, en una definición propia de Franz Fanon, de un buñuelesco Ministerio de los Olvidados, de un Ministerio de la Solidaridad o de un Ministerio de la Deuda que tenemos contraída con los que menos reciben en el desigual reparto de la riqueza producida colectivamente. Pero, por no haberlo intentado, ni siquiera ha sido el Ministerio de la Impotencia, como llamaba Marx al ministerio de Luis Blanc, sino un Ministerio de la Incompetencia.

Desde su altísimo cargo, Iglesias, con los poderes con los que estaba investido, aunque le parecían pocos, debería haber recorrido el país de cabo a rabo o utilizado todos los medios alternativos posibles para encontrarse con consejeros autonómicos, alcaldes y concejales, asociaciones, parroquias, organizaciones no gubernamentales, redes de solidaridad y, desde luego, con los beneficiarios, para conocer de primera mano el ejercicio local de los derechos sociales. Y en mesas, encuentros y puestas en común, si ello era posible, promover estudios y llegar a un libro blanco (o negro) sobre la desigualdad en el ejercicio de derechos, fundamentales, que sirviera de punto de partida para hacerle frente de manera concertada en una comisión interterritorial o similar. Pero no ha existido tal intento. Iglesias abandona la tarea propia de un gran reformador y va a buscar un lugar de privilegio como agitador en la brega electoral, donde espera obtener más rendimiento a su profesoral retórica y a su telegenia, en un intento de achicar en un buque que hace agua. Pues, buen viaje, señoría.

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