Volver de las vacaciones es, en mi caso, y a lo
largo de casi toda mi vida, volver de la playa, de una playa. He tenido esa
suerte, quizá inmerecida, pero el destino es caprichoso.
“La playa” era una canción de los años sesenta,
de la francesa Marie Lafôret -pelo largo, voz melosa y ojos azules-; un slow-fox, una baladita lenta, muy
apropiada para bailar en una verbena o en un guateque veraniego, cuando por la
misma época sonaban “Sapore di sale, sapore di mare”, de Gino Paoli, “Legata a
un granello si sabbia”, de Nico Fidenco, “Abbronzatissima, sotto i raggi di
sole”, de Edoardo Vianello o “Cuando calienta el sol, aquí en la playa”, de los
hermanos Rigual.
Canciones bailables, cantables y tarareables,
tras las cuales se puede adivinar la destinataria de tales reflexiones o la
musa que las inspiraba: una atractiva chica joven (de jóvenes todas lo son), en
traje de baño o en bikini, tendida sobre la arena, recibiendo la caricia del
sol mediterráneo, en el caso de las italianas, y del Caribe, en el otro, pues
los Rigual brothers eran cubanos, o saliendo del agua, como Úrsula Andress, con un bikini blanco y una caracola en la mano, en la playa de la isla del maléfico Dr. No, en la primera aventura cinematográfica de James
Bond.
Pero la más antigua alusión musical al mar y a
la playa de la que guardo memoria es anterior. Y, aunque mi mente infantil no
entendía lo que quería decir la relamida frase “bajo el palio sonrosado de la
luz crepuscular”, sí me llegaba el mensaje del estribillo de Jorge Sepúlveda -“Mirando
al mar soñeeeé”-, porque yo también miraba al mar, que era el Mediterráneo del
Maresme, y como todos los niños, soñaba con las playas y los mares con que los
tebeos, las novelas y, sobre todo, las películas encandilaban la imaginación infantil
con las andanzas de audaces aventureros.
Recuerdo piratas mal encarados que llegaban a
islas de nombre exótico -Caimán, Tortuga, Trinidad, Jamaica, Martinica-
buscando tesoros de capitanes difuntos y se entretenían, entre grandes
risotadas, con mujeres alegres en las tabernas de puertos como Maracaibo, La
Ceiba o Port Royal, donde, animados por excesivas libaciones de ron, hacían
planes para abordar galeones españoles y procurarse un buen botín, que, años
más tarde, supe que era nombre de banquero.
En una playa del Caribe, el pirata Ballow (Burt
Lancaster) y su colega “Ojo” (Nick Cravat), como ya lo habían hecho en “El
halcón y la flecha”, exhibían sus cualidades circenses para burlar a los
guardias del gobernador (español), en una isla que preparaba una revolución. Algo
así ocurría en ”Queimada”, pero el marmóreo Walker (Marlon Brando) no le
llegaba a Ballow ni a la suela del zapato. Recuerdo, también, las playas de “La
isla del tesoro” y, claro está, de la solitaria isla de Robinson Crusoe.
Buenas tardes de cine proporcionaban aventureros
en los mares del sur, en el océano Índico y, sobre todo, en el Pacífico -“South
Pacific”-, como el capitán O’Keefe (Burt Lancaster), arrojado por las olas a
una playa, tras ser abandonado en un bote por la tripulación de su barco
amotinada, antes de convertirse en “Su majestad de los mares del Sur”.
También Ulises (Kirk Douglas) era un náufrago,
al principio de la película del mismo nombre, arrojado por el mar a la isla de
los feacios, donde Nausicaa (Rossana Podestá) le hallaba desvanecido en la
playa. La abandonaba por Silvana Mangano (Penélope). Yo no sé qué hubiera hecho
de estar en su lugar.
Digna de mención es la secuencia en que el
sargento Allison (Robert Mitchum), superviviente de un buque hundido por un
ataque japonés, llega, con las botas colgando del cuello y un cuchillo en la
mano, a la playa de una isla en apariencia abandonada. Luego comprueba que allí
queda sor Ángela, una monja católica (Deborah Kerr) y que los japoneses volverán.
Lo que sucedió entre el sargento y la monja, no se lo cuento, “Sólo Dios lo
sabe”.
Guerra, playa y Pacífico son tres factores que
unen “Arenas sangrientas”, “Guadalcanal” y “Playa roja”, entre otras muchas,
con las más actuales “La delgada línea roja”, “Banderas de nuestros padres” y “Cartas
de Iwo Jima”, y con la serie “The Pacific”.
También en el escenario de la guerra en Asia,
hay una escena memorable en la orilla no del mar sino de un río -el río Kwai,
en Birmania-, entre el británico coronel Nicholson (Alec Guiness) y el
americano mayor Shears (William Holden), que cruza nadando el río dispuesto a
matarle. ¿Usted? ¡Usted!, son las últimas palabras de ambos antes de morir.
Hablando de playas no puede quedar al margen la
de “Omaha”, en Normandía, cementerio de “marines” el día D, según se puede
apreciar en “El día más largo” y, sobre todo, en la primera media hora de
“Salvar al soldado Ryan”, que resultó ser un jovencísimo Matt Damon, antes de
convertirse en un desmemoriado agente secreto en la trilogía del caso Bourne.
No lejos de allí, tuvo lugar la operación
inversa que precedió al desembarco en Normandía; fue el embarque en las playas de Dunkerque,
en junio de 1940, de tropas inglesas y francesas, que huían de los soldados de
la Wehrmacht. Episodio relatado con
poco entusiasmo en la reciente “Dunkerque” y mucho mejor en “Fin de semana en
Dunkerque”, centrada peripecias de Jean Paul Belmondo para salir de allí.
Hay otra película de guerra, de otra hipotética
guerra, que lleva por título original “On the beach” (“En la playa”), estrenada
en España como “La hora final”. Es una película de 1959, típica de los años de
la guerra fría, que relata los
últimos días de vida humana en el planeta a causa de la contaminación nuclear
producida por una guerra atómica. Es, en cierto modo, un antecedente de la
secuencia final de “El planeta de los simios”, que muestra la playa de Nueva
York, con la estatua de la Libertad destruida sobre la arena (¡Malditos!).
Pero dejemos la guerra y el hipotético fin del
mundo, volvamos a escenas más gratificantes y quédense con tres bonitos recuerdos.
El primero es el beso de Burt Lancaster y
Deborah Kerr, en una playa de Pearl Harbor, justo donde rompen las olas. El
triunfo del amor, por encima de galones militares y barreras sociales, un
morreo de antología y la apología de un adulterio, que iba a durar poco tiempo,
en “De aquí a la eternidad”.
El segundo es la llegada de una barca grande a
una playa de Florida para ser transportada hasta el lago Okeechobee, con el fin
de cruzarlo de noche, en una arriesgada operación militar (“un plan estúpido,
improvisado por un borracho”). “Tambores lejanos” es una rara película del Oeste que
empieza en una playa y acaba en otra, en un duelo singular entre el capitán Wyatt
(Gary Cooper) y Oscala, el jefe de los indios semínolas.
El tercero, una aventura juvenil, tiene la
playa como escenario de una carrera de niños y jóvenes montando una cebra, un burro,
un avestruz, un elefante y un mono sobre un perro, ante los atónitos ojos de
una partida de atolondrados piratas capitaneados por Sessue Hayakawa (el
coronel Saito, en “El puente sobre el río Kwai”), que son valientemente rechazados
por una familia de “Robinsones de los mares del sur”, comandada por John Mills
y Dorothy McGuire.
¡Ah!
Las playas; el mar, el sol… y las chicas. ¡Y qué lejos la juventud!
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